lunes, 21 de diciembre de 2009

Código de fanático (Capítulo de "Orilla de playa")




Por Federico Pacanins

I

Tal vez la existencia de la crítica deportiva suponga que todo aficionado “serio”, diletante, necesite de cierta toma de conciencia para decantar sus modos de expectación. Una manera racional, digamos, de procurarse la degustación plena del deporte con exclusión de los caprichos emocionales propios del fanatismo. Que quien de verdad guste, poco a poco se pueda ir adentrando no sólo en la divisa y sus héroes, sino también en el arte del juego saboreado con independencia del color de la gorra.
Nada fácil dentro de una expectación por puro gusto, esto de dar foco al deporte y dejar atrás la pasión fanática, emocional, para convertirla en exigencia intelectual, analítica, cuasi-académica, que no admite errores ni necedades. Los cambios de tono nunca han sido sencillos y este, de la entrañas a la cabeza, resulta demasiado parecido a los malos cuentos existenciales del cariño transformado por los años -“te quiero hasta más que antes, pero distinto”- y un etcétera de especies similares.
Las aficiones lúdicas piden variación, sustento emocional reforzado, de lo contrario desaparecen. El ciclo mismo de crecimiento de todo individuo se confirma o desplaza en materia de gustos: Ayer el juego de metras, hoy el dominó; ayer y hoy el ajedrez o la expectación de espectáculos deportivos con suficiente materia para el corazón y la cabeza.
El béisbol en Venezuela gusta por popular, por arraigo en nuestras costumbres, por su reiterada práctica, por afinidad con la familia, los amigos, la casa o la calle. Pero hay mucho más: quien, por la causa que sea, desee extraer del béisbol el placer del análisis sesudo, siempre allí hallará la especialidad con suficiente porción de intelecto para divertir la mente más aguda.
Estadísticas, comentarios, reseñas, reportajes, reflexiones y especulaciones, día a día llenan horas de radio o televisión internacional o nacional. La crónica deportiva venezolana dedicada a la pelota –local o de Grandes Ligas- es tan importante que genera cientos de páginas en todos los periódicos de circulación nacional. La afición se sostiene y crece con los avatares de los practicantes y sus equipos, con su difusión por medios de comunicación masivos, pero también con el juego mismo. El enorme cúmulo de reglas complejas, la extensa normativa, su consiguiente estrategia involucrada en cualquier encuentro, da materia no solo para valorar y destacar la poca o mucha destreza física de los practicantes, sino para realizar cualquier clase de íntimo ejercicio analítico hasta de la ontología del deporte. A una prueba concreta lo invito.
Un juego perfecto de pelota, fíjese, desde un punto de vista físico, casi supone la inmovilidad colectiva. Piense tan solo en el juego ideal, extremo: veintisiete ponches consecutivos, sin tan siquiera un foul de una parte, y veintiséis ponches de la otra. Al final todo se decide por un jonrón. Pitcher y catcher con 81 lanzamientos de strike por los ganadores, y otro tanto por los perdedores. El jonrón final, sobre un último posible strike-out, decide este encuentro ideal, de ensueño, en una hora de juego con la sola aparente movilidad deportiva de dos pitchers, dos catchers y un bateador final que consigue no abanicar, sino llevar la bola a las gradas. El resto, los otros trece alineados de los dos equipos, sencillamente no hace nada de nada. Tal el hipotético juego perfecto de los juegos perfectos para quienes gustan y conocen. Para quien no gusta ni conoce, sería una locura de hombres uniformados atestiguando como alguien tira una pelota a otro, mientras los bateadores fallan y fallan. ¿Será el béisbol –vale la pregunta- un deporte de puras entelequias satisfechas o no por la destreza física de quienes lo practican?
Filosofía beisbolística aparte –tema de un libro completo-, la intelectualización del gusto por la pelota siempre ocurre en favor de traer nueva energía al fanático de años. Ese aficionado conocedor de reglas, estrategias y avatares de la pelota – pero casi huérfano de sus euforias deportivas juveniles-, de pronto se atreve a reflexionar por sí mismo para compartir puntos de vista – diez en nuestro caso-, dispuestos en un código personal de expectación si no del todo interesante, al menos debatible:

Primero. Es necesario tomar conciencia de la categoría que se está presenciando. La práctica del béisbol está organizada en categorías de acuerdo a la habilidad de los jugadores y allí se debe concentrar el nivel del juego ofrecido. No es lo mismo un partido de liga aficionada, inter obrera o infantil, que uno del béisbol profesional venezolano u otro de las Grandes Ligas. Las exigencias en cada caso son muy distintas y requieren de la comprensión del espectador.

Segundo. Como no es posible detallar el nivel de cada categoría, pues digamos que una cosa es el deporte aficionado, de practicantes que en principio no cobran por jugar, y otro superior, el profesional, ofrecido como espectáculo comercial de primer orden. Esto no significa que el campo aficionado no sea capaz de ofrecer juegos emocionantes y de buena técnica; quiere decir que la expectativa para que ello ocurra es mucho mayor entre profesionales y así debe exigirse.

Tercero. Aceptemos como principio que el béisbol profesional tiene la mejor oferta cualitativa y, por ello, tratemos de precisar sus características así necesitemos salvar un particular escollo: no existe libro, panfleto ni manual, que describa las exigencias de cada categoría. Hay, sí, mucha documentación estadística de equipos, juegos y jugadores -continua información y crítica de toda especie-, pero tal profusión de datos la más de las veces confunde en lugar de aclarar. Para colmo, en el caso del béisbol profesional las categorías son tantas, de tan variado nivel, que es difícil tener en su mente un registro fiel de la correlación cualitativa entre ellas.
Solo nos queda entender por nosotros mismos esas clasificaciones e idealizar, según nuestra particular experiencia, las características del juego en su mejor nivel -las Grandes Ligas- para, desde ese nivel ideal, adecuarnos a las diversas ofertas del béisbol profesional y, en línea descendente, del béisbol aficionado. En otras palabras, saber qué se le pide a un espectáculo Grandes Ligas para con ello ir tolerando y, en consecuencia, degustando los otros niveles inferiores (“Ir de lo sublime a lo ridículo”, utilizando términos de cierto comentarista local).

Cuarto. El espectáculo ideal de Grandes Ligas, ofrecido profusamente por radio y televisión, podría funcionar para el espectador de acuerdo a un caprichoso decálogo parecido al siguiente:
1) El partido de pelota debe exhibir la práctica del deporte en su nivel más refinado, jamás un espectáculo circense. De allí el aplauso adeudado a los juegos de marcador cerrado, sin errores, con despliegue de virtudes ofensivas, defensivas y tácticas por ambos contrincantes.
2) Los Managers deben dar a entender que el béisbol de liga grande tiene el más serio carácter comercial. Espectadores y promotores pagan y comprometen espacios y tiempo importante para difundir un partido. Tiempo y espacio ajenos, lo sabemos todos, es cosa muy seria; de profundo interés económico y emocional. El manager de liga grande no debe entregar un juego pensando en el mañana; nunca, jamás puede dejar de ordenar todos los movimientos estratégicos necesarios para ganar. En términos de código de honor estratégico: No se toleran más de tres o cuatro carreras contra el pitcher abridor; el jugador que presente problemas, o no sea el más adecuado en un momento dado, es inmediatamente sustituido; siempre juegan los más dotados para el momento oportuno y han de hacerlo fuerte, con toda la destreza y fina estrategia que supone la máxima categoría del deporte.
3) El buen picheo abridor debe ofrecer la posibilidad del mejor juego completo en manos de un solo pitcher, es decir, los clásicos “nueve ceros” y sus magnificaciones (el “no hit no run” o el juego perfecto), podrían al menos pulular en el ambiente.
4) La defensa de los equipos jamás permitirá más de un par de errores.
5) El catcher es un jugador defensivo estelar. En él se concentra la posibilidad de frustrar la jugadas de robo de base en un porcentaje superior al 30% de los intentos (no son tolerables pitchers de liga grande con un mal movimiento de cuido al corredor, a quienes deben cargarse la causa del robo de base). La ausencia de la posibilidad del out en intento de robo y el picheo descontrolado (las carreras empujadas por bases por bolas) son características propias del peor béisbol aficionado.
6) Los jardineros son jugadores de respetable brazo, con la virtud de hacer tiros fuertes y directos a todas las bases y a la goma.
7) Los jugadores centrales del cuadro, el short stop y el segunda base, juegan en yunta, siempre listos para ejecutar la más importante jugada defensiva: el “doble play”(Double play)
8) El jonrón es un punto central del juego; en consecuencia los equipos están sujetos a ofrecer dos o tres jugadores con un jonrón en la punta del bate. Equipos sin hombres poderosos, construidos con base en la pura velocidad, son la negación del máximo evento dentro del espectáculo.
9) Varios jugadores deben tener habilidades, ofensivas y defensivas, típicas del virtuoso del deporte: El pitcher relevista con velocidad cercana a las 100 millas, el bateador ambidiestro, el corredor de base cercano a un velocista de 12 segundos por 100 metros planos o el bateador con más de 300 puntos de average, por solo nombrar cuatro de esos virtuosos.
10) Es dable la jugada proveniente de una sentencia arbitral atinente a las reglas sofisticadas del juego. Un “balk” del pitcher que favorece al corredor con una base extra, el out por regla de interferencia o por “infield fly”, deben ser placeres normativos de alta degustación beisbolera, no siempre presentes en categorías ordinarias, pero del todo estimables en un espectáculo de la máxima liga.

Este personalísimo conjunto de observaciones de expectación contiene una excepción y una invitación. La excepción está dirigida al trato especial que nos merece el béisbol profesional venezolano; un caso en que el fanatismo apasionado por la divisa puede razonablemente acabar con la madurez fanática. Cosa de conservar la atracción inicial que movió el gusto por el juego, digamos, y dejar que el grito de guerra deportiva termine con la invitación a integrarse al pacífico clan que busca satisfacer intelecto y pasión a un mismo tiempo (¿cómo un caraquista consigue aceptar que el juego perdido con el Magallanes fue bueno?).
En cuanto a la invitación, vale para que cada quien ordene sus propias reglas de disfrute como espectador y acaso comparta, como toca a continuación, los eventos de tinte excepcional que la buena pelota puede y debe traernos.


II

Suponga la expectación televisiva por uno de los juegos de la temporada de béisbol nacional o de Grandes Ligas. Nada que ver con una confrontación final o un duelo de rivales; tan solo un momento en el que usted está animado a seguir su impulso de afición natural, de búsqueda de la pelota como espectáculo con independencia de las fiebres propias del favoritismo por equipos y peloteros. Aproveche la oferta televisiva, haga un simple ejercicio imaginativo –reitero la invitación- y tome así cuenta de ciertas jugadas o circunstancias particulares, probables, con la potencialidad de darle sabor de espectáculo a todo juego de béisbol profesional. Por decir:

El juego perfecto
Es el equivalente al indulto del toro de la fiesta taurina, o a la ronda de golf en 59 tiros. Porque no hay mejor construcción dramática para este deporte –tal vez con muy poca acción física, como arriba anotamos- que el juego donde poco a poco, a la medida que caen los innings, va dibujándose una circunstancia que sin ir en contra de su propia naturaleza colectiva, enaltece el heroísmo individual:
El lanzador, siempre trabajando por y para su equipo, va eliminando a los atacantes, uno a uno… quinto, sexto, séptimo inning… De pronto el foco de interés cambia. Ya el logro en equipo queda desplazado por la posibilidad de la hazaña particular de un lanzador presto a salir inmaculado de la confrontación….octavo y noveno inning… 25,26 y 27 hombres al bate, el mínimo posible…
Quien lance sin hits, ni carreras, sin que ningún contrario pise la primera base, así siempre esté involucrada la habilidad defensiva de sus compañeros, pues recibirá el calificativo de haber lanzado un Juego Perfecto. Y si acaso lo logra en la liga grande, quedará perpetuado en compañía de los Don Larsen, David Wells o David Cone -ejemplos de peloteros yankees- quienes, si bien ni pertenecen ni pertenecerán a ningún Hall de la Fama, han dejado grabado su nombre en toda memoria de fanático que se precie. (Por cierto, Dennis Martínez, único latino en hacerlo a ese nivel, está a la espera de su posible admisión en ese exclusivo Hall de la Fama).

“No hit, no run”

Nolan Ryan tiró siete; Sandy Koufax, cuatro. Y en el tránsito de la conquista de tales credenciales, sabe quien cuántos aficionados no asistían al parque con la secreta esperanza de verlos hacer eso: cero hits, cero carreras; como mucho algún error o alguna base por bolas que diera la mínima licencia de agresión a los bateadores contrarios dándole mácula al juego perfecto. Más nada.
A falta de juego perfecto, cabe su mejor y más probable subtipo: tensión dramática parecida con el mismo resultado heroico a favor de la fama del picher y, también, ese sabor propio de los eventos deportivos inolvidables.

Cuatro jonrones
Cada jugador alineado puede llegar a consumir cuatro o cinco turnos durante un juego de características normales. Significa esto que tales son sus oportunidades para alcanzar la máxima conexión posible: El jonrón. Nadie en su sano juicio discute el grado de importancia del batazo que, por si solo, da oportunidad de generar carreras. Sencillamente, no existe mejor acto ofensivo en favor de su equipo por parte de un jugador.
¿A cuánta perfección puede llegar la ofensiva individual durante un partido?, ¿cuál es el mejor equivalente ofensivo al lanzador de los no-hits? Pues el bateador que da tres batazos de vuelta completa y sale en búsqueda de un cuarto. Turno a turno va la oferta de tensión dramática para el aficionado, muy parecida a la del out 27 en el juego perfecto…Y si no lo cree así, pregúntele a quien haya visto a Mark Whiten en su noche de 1993 con San Luis, al Mike Smichdt del 76, Willie Mays del 61 o, mucho más atrás, aquí mismo en Venezuela, aquel Russell Rac que dio los cuatro palos en un juego del desaparecido campeonato rotatorio nacional de los años cincuenta.

La escalera
En un juego de poker la diversidad equilibrada -cinco barajas con perfecta secuencia numérica-, tiene carácter de mano excepcional: As, K, Q, J y 10 de la misma pinta, equivale a un súper premio para el apostador; vale decir, la Escalera Real. En el juego de pelota, esta figura trata del bateador que, en los turnos de su natural barajo, da batazos positivos de distinto rango y calibre: el sencillo, el doblete, el triple y, para coronar la faena, el jonrón (no necesariamente en este orden).
El efecto de la escalera beisbolística es casi tan imponente como el de los 4 jonrones. Preferir un poker de cuadrangulares en este imaginario reparto de maravillas peloteras, es tan solo cosa de gustos y colores. (¿Qué diría el escalador Bob Watson, quién lo hizo tanto en la Liga Nacional como en la Liga Americana de las Grandes Ligas?).

Triple play
Una jugada tan extraña que, tal cual los pavos reales más exóticos, encandila por su rareza. Puede que ocurra una decena de veces en una temporada de Grandes Ligas, pero quizás no suceda nunca. Y si bien no genera espacio en los libros de records, siempre consigue perdurabilidad en la memoria de todos quienes la presencian: En una misma jugada, sobre un mismo turno al bate, con un solo batazo... no uno, ni dos sino tres outs. Y el inning fuera.
Todavía vive en nuestra memoria aquel David Concepción vestido de Tigre de Aragua quien, con su sola habilidad -sin la participación de ningún otro compañero-, pisó bases, tocó corredores, y luego de ejecutado el tercer hombre, se dio el lujo final de lanzar a home en busca de un imposible… ¡el cuarto out!

Robo de “home”
Un acto que vive en el lindero entre lo sublime y lo ridículo: son los 30 pies para un pitcher profesional que puede lanzar la pelota a unas 90 millas por hora, más o menos, en contra de un corredor a 90 pies del home, en la tercera base, quien tan solo puede correr a unos 11 segundos por cada 100 metros, en el mejor de los casos.
El resultado de este problema de física no necesita de conocimientos ni cálculos científicos; en el papel la pelota siempre le ganará al corredor. Pero para el deporte no todo es ley física. Vale tanto o más la intervención humana a favor de tomar ventaja del descuido, ventaja del cansancio ajeno o de la destreza propia a la hora de tomar terreno… uno, dos, tres pasos, el lanzador que bosteza y otro pasito extra. Un movimiento de picheo –windup-, lento, acompaña la aparente distracción del catcher y, al fin, el instinto pelotero obliga al corredor a retar las propias leyes de física... ¡quieto!… El aplauso colectivo y en manos del anotador la decisión de banalizar el acto al castigar la impericia o negligencia del pitcher, de un “catcher-error”, de wild pich o past ball , o por el contrario otorgar el inolvidable premio de un robo de home a favor del corredor.
Por cierto, en los anales de la pelota venezolana todavía vive el recuerdo de Elio Chacón robándose el home en la Serie Mundial del 61. El único detalle estuvo en que el anotador le quitó la formalidad del premio, al apreciar un past-ball en contra del catcher, y también de quienes escuchamos por radio la hazaña del compatriota.

“Squeeze” suicida
Quizás su calificativo “suicida” confunda a quien piensa que los suicidios rara vez se ordenan. Mejor debería llamarse “Squezze antisuicida”. Mejor vamos por partes.
Se trata de una jugada de laboratorio donde la mente del manager funciona concordada con sus coaches, corredores y bateador. Que el corredor de tercera, sin pensarlo ni tomar en cuenta de la oportunidad, cual kamikaze, salga obligado a la conquista del home con el próximo lanzamiento, mientras el bateador, sea como sea, toque la pelota, buena o mala, para ayudar a conseguir la carrera -él es quien finalmente se sacrifica- y evitar así el suicidio del corredor. Un drama completo desarrollado y resuelto en diez segundos, para satisfacción de quienes creemos en el alto grado de planificación estratégica que comporta el buen béisbol.

Jonrón con tres en base

Vamos bajando en la escala de eventos espectaculares. Llegamos así a ciertos eventos que si bien usuales, no dejan de tener su carga de interés. El jonrón con tres en bases, al igual que el squeeze suicida, no podrá jamás calificarse de curiosidad o rareza; de hecho sucede con la frecuencia suficiente para convertirlo en la más común de las grandes atracciones ofensivas probables de un juego de béisbol. En las Grandes Ligas Lou Gehring dio 23, Willie McCovey 18, y fueron esos los momentos individuales más brillantes de sus respectivas carreras. Si a ver vamos, ¿puede pedírsele algo más a un bateador, en un solo turno al bate, que el mejor batazo ofensivo justamente al momento de las máximas consecuencias?
El acto del jonrón con tres en bases en liga grande en recientes años fue adornado por un Fernando Tatis, de los Cardenales de San Luis, quien dio dos en un mismo inning y al mismo pitcher (!!!).

Nueve ceros
En rancia prosapia beisbolera significa que un equipo, con la sola intervención de su lanzador abridor, gana sin que su contrario haga carreras. Es el tipo de confrontación que alimenta el record de efectividad del lanzador -cero carreras permitidas en las nueve entradas de un juego completo, “nueve arepas” en argot criollo-, que para muchos fanáticos exigentes puede producir un evento de inmejorable calibre técnico: el duelo de lanzadores resuelto en el partido con pizarra final de una a cero.
Es una lástima como en los últimos tiempos el concepto ha variado a favor de dar escena a los blanqueos de varios pitchers combinados, o a las palizas magnificadas entre rivales… Nueve arepas que acompañan un 10 a 0, por ejemplo; ¿cómo poner eso en la misma categoría de la blanqueada de John Morris para darle a los Twins la Serie Mundial de 1991, en el mejor juego de béisbol que uno haya presenciado? ¿Cómo no grabar en la memoria el duelo de Johan Santana –Twins, de nuevo- y Freddy García –Medias Blancas-, para el clásico 1 a cero de puro talento criollo en las Grandes Ligas conquistadas por Oswaldo Guillén y sus Medias Blancas de 2005?

Extraining
El extrainning resuelve la paridad de la confrontación que luego de nueve entradas, resulta empatada. Tanta estima merece esta situación, que el legislador beisbolístico no dejó el resultado del partido a merced de un plazo, sino en manos de tantas prórrogas -innings extra- como sean necesarias. Nada de soluciones entregadas al azar, de inventos tales como duelo de batazos o de picheos perfectos. Queden al margen el tiempo de juego -factor nunca determinante en el béisbol-, el cansancio de los jugadores o el deseo de algunos espectadores. Sean entonces, tantos innings extras, que abren y cierran, como a bien se requieran para dar al empate la más justa de las soluciones: gana quien haga la carrera de más.


El evento final que hemos escogido, el extrainning, tiene el lustre adicional de haber nombrado por años la columna periodística de Rodolfo José Mauriello, maestro de la crítica venezolana en la materia, quien de seguro nos hubiese informado de otras jugadas de parecida estirpe, siempre útiles para afinar la apreciación del deporte. Digamos esos otros actos beisbolísticos que, por tremendamente extraños -lo de los dos jonrones por el mismo pelotero en un solo inning, un ejemplo-, también producen “espectáculo” a la medida de ese fanático diletante, “manager de tribuna”, que jamás abandonará el objeto de su afición.

miércoles, 16 de diciembre de 2009

El béisbol: desde la bosta hasta el cielo


Por Adriano González León


El béisbol, no hay dudas, es un asunto del cielo. La frase que parece contener mayor fortuna es: la bola se va elevando… aunque resulta difícil confundir con ángeles y serafines esos señores sudorosos que escupen a cada momento y a veces lucen uniformes estrafalarios. Hay un cierto desorden en esta corte de los dioses y, por otra parte, los dioses no asoman por ningún lado. Si están en algún sitio, seguramente los cubren los enormes anuncios de refrescos, reconstituyentes y paliativos para la piel. Y además, es solamente en las tardes cuando pueden verse algunas nubes, o pedazos de nubes cubiertos por antenas, cables, reflectores y alambradas. Sin embargo, surcar los aires a gran velocidad, con amenaza de sobrepasar las gradas, parece ser el momento de máxima emoción. Los espectadores miran en silencio. Después viene el jolgorio, los pregones y el escándalo. Por supuesto la frase que se eleva va acompañada de muchas más, algunas de ellas ininteligibles, retrecheras, obscenas, perdidas entre las risotadas, los abrazos y los refranes cantados, repetitivos… necios hasta el confín. Es esta la fabla del béisbol. Los lingüistas, entre ellos Rosenblat, encontraron una cantera de derivados lingüísticos y algunos han hablado de la aproximación a un verdadero dialecto y sobre todo, la utilización de una terminología para otros usos de la vida corriente. De este modo podemos enterarnos que un buen picher es un individuo dadivoso, y que en determinados acontecimientos podemos lograr una buena atrapada. Quizás sea esta categoría permeable la que le dé al béisbol mayor ampliación, si se compara con otros deportes, en la jerga cotidiana. Seguramente, en otros países que practican este deporte, exista un uso peculiar que enriquece hasta cierto punto el habla del día a día.

Por otra parte, en Venezuela, para muchos que no son nacionales, se han presentado dificultades a la hora de la comunicación oral o escrita. Ciertos académicos rechazan la presencia beisbolera en nuestro léxico porque la consideran un empobrecimiento de la lengua. Otros, al contrario, la admitimos como un enriquecimiento. Y semejante pase a nuestro lenguaje tradicional, justifica al béisbol como el primer deporte nacional. Creo que para gran parte de nosotros el béisbol jugó un extraordinario papel en la formación de la infancia y la adolescencia. Sobre todo en el estímulo de la creatividad. No era fácil para muchachos de pocos recursos, obtener una pelota, menos un guante y muchísimo menos un bate. Había que ingeniárselas con un poco de pabilo, un pedazo de caucho para recubrirlo y luego ir dándole vueltas al hilo, con cierta maestría para mantener la redondez y obtener finalmente una bola con la cual se pudiera jugar.

Antes las partidas eran entre dos. Consistía en que uno lanzaba una chapita y el otro la bateaba, bajo el comando de ciertas reglas y limitaciones especiales. Después vino el béisbol sabanero, el arrastre de una tabla sobre la acera y por fin las caimaneras. Hay amistades profundas que se forjaron en el juego de una tarde. Hay enemistades duras y terribles. Hay el orgullo soberano de pertenecer a una divisa y esto no ha desaparecido ni desaparecerá jamás. Las pasiones encontradas en nuestra pelota son más profundas y hasta más rencorosas que en el mundo político o religioso. No dentro del equipo particular, que generalmente duró poco o terminó con el cambio de barrio y la bosta seca que hizo de base pasó a ser almohadilla. Las aficiones a los equipos profesionales, que han surgido por las más disímiles razones, han sido en muchos de nosotros una cuestión de honor, de orgullo, de intemperancia y hasta se han producido muchas quiebras en la amistad. A veces la discusión sobre el mejor siorestop ha terminado en riñas colectivas y verdaderos encuentros campales con lanzamientos de latas, trapos viejos, palos y hasta piedras. Yo lo voy a confesar aquí serenamente. Nuestra fiebre beisbolera comenzó muy temprano, en la infancia, frente a un radio Philco que tenía un ojo mágico. Uno pensaba que aguzando el ojo podía ver el batazo de Luis Romero Petit y el último ao en segunda base que le dio el triunfo a Venezuela en la Cuarta Serie Mundial. Venezuela era un pobre país destrozado por las fiebres palúdicas, el analfabetismo y el terror de Juan Vicente Gómez con las cárceles repletas y asesinatos en las carreteras. Uno era demasiado muchacho pero leía en voz alta los periódicos para que los viejos del barrio pudieran enterarse en la pulpería de las hazañas cubiertas por el estudiantado y el alcance de las fuerzas democráticas contra el terror del nazi-fascismo. Aquel triunfo deportivo alzaba nuestro orgullo en el continente y nos agradaba tener nuestras montañas, los llanos inmensos y el Orinoco, así como el Mar de las Antillas por el norte. Los muchachos aprendimos que teníamos un país por el cual valía la pena luchar y muchos compartimos nuestros juegos de pelota con las tardes en la Biblioteca Municipal. Realizamos tertulias en la Plaza Bolívar. Y allí el gran Omar Lares nos enseñó qué eran las grandes ligas.

Se formaron los equipos. Jugábamos en potreros y baldíos, entre colegios y escuelas, entre barrios del sur y del norte. Y, por supuesto, inmediatamente comenzaron las rivalidades. ¡Ustedes no tienen un picher como el nuestro! ¡Ese es un tira piedras!, respondía alguno del bando contrario ¿Pero donde van a encontrar un shorestop como el nuestro? Y así seguían las interminables discusiones hasta que las cosas iban subiendo de tono y alguien, juicioso, mediaba para evitar la llegada de los puñetazos. Creo que no hay un solo barrio de Venezuela, en las regiones donde se jugaba béisbol, que no llegase a enfrentamientos, violencias y pedreas. Pero el deporte lo arreglaba todo. Venían los mediadores y todos poníamos nuestras preocupaciones en el gran encuentro del próximo sábado. Creo que así ha ocurrido en todas partes y sobre todo en los enfrentamientos deportivos. En los últimos tiempos ya sabemos de las feroces arremetidas de los Houligans ingleses. Los del Madrid y del Barça protagonizan verdaderas batallas campales. Así lo fue siempre en Buenos Aires con el Boca y el River. Entre nosotros, por ser el béisbol el de mayor afición, los enfrentamientos entre el Caracas y el Magallanes han sido el motivo de riñas, enfrentamientos y enemistades. Algo que viene de lejos. Desde los primeros conjuntos cerca de la laguna de Catia hasta el Royal Club pasando por el Cervecería Caracas. Aquí hubo una fanaticada mayor porque gran parte de sus jugadores venían del cuadro que había ganado la Cuarta Mundial. Sin embargo, el Magallanes recogió en su filas gran parte del Royal Criollos y además llevaba el nombre de una barriada popular. La cosa pasó a tintes de gradación social y los caraquistas fueron considerados niños bien. El fondo clasista se ha mantenido, un poco más reducido, hasta hoy. Pero ha florecido la echonería magallanera, la pedante manera de elogiar a sus players, la arrolladora sobradera con evidentes figuras de última magnitud. Pero nadie en conjunto tiene mejor equipamiento que el Caracas. Sobre todo figuras sobresalientes, como Tovar, o ese predestinado Omar Vizquel que ejecuta primero una danza sobre la segunda base antes de ejecutar el doble-play. Las discusiones ya comienzan en torno a los que formarán las novenas. Dentro de algunos días bares elegantes y taguaras serán verdaderos centros de polémicas. Imposible evitar las rivalidades. Ellas vienen de más allá del deporte. Las disputas por el comercio del medio oriente enfrentaron continuamente a tirios y troyanos y a cada rato surgían las contiendas por el control del Mediterráneo. Las pugnas entre Güelfos y Gibelinos ensangrentaron media Europa y la configuración y algunos odios de hoy vienen de aquellos tiempos… resulta inevitable, por el enorme fuego universal que Shakespeare puso entre Montescos y Capuletos, cuya tragedia aún nos conmueve hoy. El Caracas y el Magallanes no nos sitúan todavía en tan dolientes situaciones. Pero siempre hay una molestia entre unos y otros. A veces yo prefiero alejarme de las discusiones de hoy y vuelvo sentimentalmente al béisbol de la infancia. Creo que fue precario y lleno de dificultades para todos. Ya no podíamos seguir jugando chapitas ni caimaneras. Era menester encontrar un terrenito en las afueras del pueblo.

En el terreno de Don Demetrio Juárez era posible montar el partido. Pero era un terreno desigual. Después del shorestop venía un enorme desnivel y el lefild no veía la tercera, mucho menos el jonpley. Cuando se producía un batazo que superaba al sior, el lefild no sabía que hacer con la pelota y el corredor ya amenazaba con llegar a tercera y el que cuidaba la segunda – único que podía ver el left- le gritaba desesperado; ¡Tirá pa’ jon! …¡Tirá pa’ jon!...para ver si podía evitar que el bateador anotara con un simple hit, gracias al barranco. Pero entre otras muchas, ocurrían cosas contradictorias y casi increíbles. En otro terreno de la ciudad, por los lados de Las Acacias, teníamos dificultades con el lefild porque la distancia era muy corta hacia el fondo y estaba cortada por una cerca y además con tres perros que eran unas fieras. Manuel, alias Carro Fúnebre, estaba al bate, con un hombre en base y logró conectar un tabletazo que pasó la cerca. Era sin duda un buen jonrón, pero quién era el valiente que buscaría la bola –la única que había- para poder continuar el partido. Tremenda desolación. Y hasta rabia contra el bateador. Uno de nosotros, enfurecido, hizo la exigencia única que se pueda hacer en la historia del béisbol. Le dijo furioso al bateador: ¡Mirá, pendejo, ¿por qué no bateaste un hit? Hay, como esas, muchas historias. Y sigue habiendo las mismas rivalidades. Yo no soy apasionado ni sectario. Pero, prepárense, magallaneros malasangres, estoy seguro que el próximo encuentro lo ganará el Caracas.


Fotografia: Garcilaso Pumar

jueves, 10 de diciembre de 2009

El zen y el arte de lanzar

por Ibsen Martínez

Hay quien sostiene, por ejemplo, que Tom Seaver debería ser considerado el mejor lanzador de todos los tiempos. Muchas de las leyendas que, en todas las listas de las peñas beisboleras, aparecen por encima de Seaver jugaron antes de la Segunda Guerra Mundial.

Y, sin embargo, mi modesta biblioteca de libros de records me deja ver que cinco contemporáneos de Seaver — Steve Carlton, Don Sutton, Nolan Ryan, Phil Niekro y el “salivador” Gaylord Perry— muestran más juegos ganados que Seaver. ¡Ah!, pero ninguno de ellos se acerca siquiera a los numeritos de Seaver: en veinte años en las mayores, Seaver ganó 311 juegos, redondeó una efectividad que, vitaliciamente, fue de 2.8 y ponchó a 3.640 oponentes.

Si se considera que, a lo largo de su dilatada carrera, Seaver lanzó para ocho equipos consistentemente perdedores y que, según el estadígrafo Bill James, cuatro de ellos sólo mejoraban sus cifras cuando Seaver estaba en la lomita, hay que concluir que, probablemente, se haya echado al hombro él solito más victorias que cualquiera de sus contemporáneos de hace veinte años.

Con todo, y es lo maravilloso del béisbol, alguien podrá avivar la discusión con una simple objeción del tipo “¿y qué me dices de Bob Feller o Roger Clemens o Sandy Koufax?” O bien, “¿dónde dejas a Greg Maddux, Steve Carlton o Pedro Martínez?” Para no hablar de Luis Tiant, Dennis Eckersely, Don Drysdale y el controvertido Orel Hershisher.

Desde que comenzó esta temporada me he ocupado de seguir, en lo posible, los partidos que abren Johan Santana y Carlos Zambrano. Estoy atento a sus calendarios, como quien sigue “Prison Break”. Me abisma la concentración que muestran, cada uno en su estilo.
Hace poco, David Brooks, un comentarista político del New York Times, aprovechó el comienzo de la temporada grandeliga para comentar un libro escrito hace años por un sicólogo deportivo llamado H.A.Dorfman. El libro se titula “El ABC Mental del pitcheo” y, según Brooks, pocos pitchers profesionales de alta competencia han dejado de sentirse impresionados por su lectura ni de aprovechar sus consejos.

Según Dorfman, sólo hay dos lugares en el universo mental del pitcher: el montículo…y todo lo que no es el montículo. Fuera de la lomita es donde se piensa en el pasado y el futuro; la lomita es para pensar en el instante presente. Cuando un lanzador pisa la lomita, instruye Dorfman, su mente sólo debe ocuparse de tres cosas: seleccionar el lanzamiento, decidir dónde quiere colocarlo y dónde está la mascota del receptor. Si le da por pensar en cualquier otra cosa, debería irse al dugout.

Para Dorfman, los bateadores no existen. Deben ser percibidos por el lanzador como vagas y genéricas abstracciones que flotan en una zona fuera de su control. Un lanzador no debe juzgarse a sí mismo por el hecho de que lo bateen poco o mucho: su criterio debe ser si en cada lance lanzó el pitcheo que se proponía lanzar.
Dorfman prescribe algunos rituales respiratorios, pero la idea polar de su método estriba en que un pitcher debe pensar “simple and small”; esto es, con sencillez y en pequeño. Lo que define al pitcher, dice, “es el modo como la bola se aleja de su mano…”.

Si esto no es budismo Zen, dígame usted entonces qué podrá ser.

martes, 8 de diciembre de 2009

Una noche en pelota



Es viernes de quincena y el Magallanes visita al home club Tiburones de La Guaira en el Universitario. “Viernes” y “quincena” son ya de por sí dos palabras altamente explosivas en el imaginario criollo. Pero, si a esto le adicionamos un partido de pelota, el resultado bien puede ser la fantasía delirante de un creativo publicitario en busca de la areté bonchona del venezolano.

Los alrededores del estadio Universitario, en víspera de un partido, puede semejar un extraño campamento beduino: carpas y tiendas de campaña improvisadas, albergan a infatigables miembros de la economía informal haciendo denodados esfuerzos por hacer lucir una camiseta pirata de los Leones del Caracas como un “producto oficial”. Muy cerca de ellos, se encuentran los vendedores de cervezas off Broadway; quienes también se esfuerzan por comercializar un producto que seguramente estará caliente y a sobreprecio. Pero los reyes de la zona (en franca competencia con los policías metropolitanos) son sin duda los revendedores. El revendedor pertenece a una raza inextinguible y lejana. Han sobrevivido a cambios de gobierno, operativos policiales, torrenciales lluvias y a la venta de boletos por internet. Todavía es un secreto guardado bajo siete llaves la manera que tienen de agenciarse localidades de fábula cuando toda la boletería tiene agotada una semana. El revendedor, junto al chief umpire, es uno de los personajes que tienen la verdad en la mano en un juego de pelota.

La antesala del partido
Si por casualidad a usted le da sed antes de acceder al estadio, es recomendable que no intente ingresar al mismo con ningún embase que haya comprado en los alrededores. Esto es bueno saberlo con anterioridad para no tomarse, fondo blanco, el contenido entero de una bebida energizante o medio litro de jugo. De esto se entera uno tarde, cuando ha hecho una fila babilónica y los encargados de seguridad parecen buscar a un equívoco Bin Laden, borracho y disfrazado de magallanero.

Ciertamente un partido en el Universitario no es un concierto de Dudamel, pero contar con sillas numeradas y bellas acomodadoras le da cierto aire aristocrático a un evento donde la segunda preocupación de los peloteros es escupir. Cuando finalmente se logra dar con la silla por la que se ha pagado 40 bolívares fuertes, uno tiene la sensación de que ha alcanzado una proeza. En el largo camino hacia la localidad, uno ha tenido que sortear familias que se han traído el perrito de contrabando, cerveceros con tres gaveras en precario equilibrio sobre la cabeza, grupos de panas alicorados desde la dos de la tarde y una señora gorda que vende tequeñones empuñándolos como una cachiporra policial.

En el partido
Luego de todo lo anterior y si no se atraviesa otro imprevisto, podemos sentarnos y darnos cuenta de que el juego ya está cerrando el primer capítulo, que nuestro equipo hizo dos carreras y el contrario cometió cinco errores. Es hora de celebrar esas dos carreras que jamás vimos y es entonces cuando entra en escena otro de los personajes clave del partido: el cervecero.

Si el revendedor es inextinguible, el cervecero es incombustible. Los cerveceros son los verdaderos amos de la pradera dentro del estadio. Con los años, han desarrollado invaluables estrategias con el único objetivo de engrosar las cuentas y terminar ebrios a costillas de sus clientes. “Mánimal”, cervecero de vieja escuela por los lados de primera, es un virtuoso en estas lides. Su especialidad más celebrada es el “vaso espumoso”: con un movimiento de manos que ya quisiera para sí Mindfreak, coloca el pico de la botella contra el fondo del vaso y, con un giro que todavía no he logrado descifrar, logra que la proporción del vaso sea 70% de espuma y el resto de líquido amarillo. El resto lo irá guardando en un discreto vaso al lado de la gavera que servirá para refrescarse en los entre innings.

En el cuarto episodio las acciones parecen irse por una sola calle. Los Tiburones de La Guaira, esa pasión inútil, son víctima de un inclemente bombardeo por parte de los bucaneros al son de la samba guairista. Es hora de comer y pienso en la constelación de puestos de comida que ofrece el estadio. “Las arepas del Morocho” es mi primera opción pero el puesto parece un centro de acopio de Sarajevo. Miro las otras ofertas: parrilla mexicana, Shawarmas criollizados y unas desacreditas hamburguesas light me animan a regresar luego.

Cuando llego a mi sitio, las hostilidades se han trasladado a la tribuna. Uno de mis acompañantes ha sido víctima del pasatiempo preferido de los fanáticos aburridos: el baño de cerveza. El victimario está dos filas más arriba y mi amigo lo ha pescado infraganti. Luego de quince minutos de mediación y una disculpa por parte del húmedo agresor, volvemos al partido cuyo marcador parece ya el de un partido de basquetbol. Con semejante marcador, pongo en práctica un método clínico anti borrachera que me enseñó el escritor Roberto Echeto: “caminar la pea”.

Algo tambaleante bajo por unas escalinatas que me evocan a las de El Calvario. Recuerdo que no he ido al baño en lo que va de juego y me aventuro hasta uno de los sanitarios ubicados al lado de los túneles. El sitio me hace pensar en kayaks, ponchos impermeables y tapabocas. La cola para los urinarios es un sitio de camaradería y buen humor a pesar del no hábitat reinante. Ya liberado del peso amarillo, salgo de ronda por los puestos de souvenirs. Me enamoro de una bonita gorra “oficial” pero al conocer el precio comienzo a considerar la variada oferta de los comerciantes informales. Una camiseta “autorizada” ronda los precios de un diseño Dolce & Gabanna. Compro un minúsculo pin de un equipo que no es el mío.

Paso por el puesto del Morocho y el olor a carne mechada es sólo una entelequia materializada en cuatro hebras que nadan en un pozo rojizo y aguado. Solamente queda relleno de salpicón de mariscos y unas caraotas negras que auguran malos vientos. Decido comprar una cerveza sin el “pechaje Mánimal” y regresar a mi silla.

El out 27
Ya de regreso, me entero de que el gracioso de dos filas más arriba se encuentra en manos de las autoridades por bautizar a un guardia nacional vestido de civil. Mis acompañantes devoraron tres pizzas hawaianas, dos bolsas de chicharrón picante y se encuentran en medio de una complicada operación aritmética con el profesor Mánimal con el fin de desentrañar nuestra escalofriante cuenta. El final del partido llega como un rumor de fondo que justifica y da escala a nuestra noche fanática.


Fenomenología del fanático
El técnico
Mejor conocido como mánager de tribuna. Es el tipo de fanático que no va al estadio sin antes memorizar los averages, promedios de bateo, fildeo y demás menudencias matemáticas relacionadas con el juego. Su capacidad argumentativa suele ser demoledora, pero después del quinto inning provoca bañarlo de cerveza.

Fashion Franquicia
Se trata de un fanático que ha dejado todas sus utilidades en la tienda de souvenirs de su equipo preferido. La palabra “producto oficial” es su mantra y bandera. Se molesta cuando su equipo usa un uniforme “alternativo” que rompe con la tradición y empava al equipo.

Rumba y Rumba
No sabe que Antonio Armas se retiró hace añales. Piensa que un squeeze play es una marca de helados. Siempre se coloca al lado de la Samba de La Guaira. Cree que la tribuna de la derecha es la mini sede de una discoteca del San Ignacio. Por regla general su novia está buenísima.

Mojador o Mojón
Siempre es un flaquito con cara de malo, sentado cuatro filas detrás de nosotros. Con el brazo que exhibe cada vez que arroja un vaso de cerveza, bien podría ser firmado por los Astros de Houston.

Los novios rivales
Esta categoría está llamada a ser todo un clásico dentro del estadio. Ella por lo general es una magallanera gordita y mandona. No acepta chalequeos y bebe más que el novio. Él usa una camiseta de los Leones comprada en el 94, tiene toda la pinta de llevar palo dentro y fuera del terreno y fuma más que un chino.


La Casamentera
Todas las temporadas compra los abonos que dan justo encima del dogout. La minifalda y los tacones son sus aperos predilectos. Estudia inglés en el CVA con la secreta esperanza de practicarlo en el palco de esposas del Yankee Stadium. Son muy amigas del recogebates del equipo.

Publicado en la revista Todo en domingo, 22 11 09

Texto: Salvador Fleján
Imagen: Garcilaso Pumar

jueves, 26 de noviembre de 2009

Una amistad clásica...


“me falta una mujer / me sobran seis tequilas”
Joaquín Sabina

Me fui a México por apenas unos días pero dejando las tablas de posiciones que más me importan en una situación comprometida: en la primera, los Leones del Caracas lideran la del béisbol nacional, pero con sólo un juego de ventaja por encima de los herederos de aquellos primeros turcos que, con sus pipas de agua en mi Oeste caraqueño natal, fundaron el feudo archienemigo; en la segunda, el F.C. Barcelona ha cedido la punta a los bienpagaos merengues por apenas un punto. Así uno no puede viajar tranquilo.

Creo que, desde los partidos de pelota azteca, las rivalidades clásicas ordenan las estructuras del aficionado a cualquier deporte. Los grandes protagonistas suelen ser dos titanes que terminan revistiendo de una pátina olímpica a los outsiders. Sin embargo, las coronas de laureles que ciñen nuestras melenas desde tiempos inmemoriales (entre otros récords de series particulares y nohit-no-runes de urbanoslugos que jamás serán borrados de la historia) son una huella fehaciente de cómo se bate(a) el cobre. Sí: soy caraquista desde que a los cinco años de edad mi papá me llevó a las gradas (entonces seguras y baratas) del Estadio y pude ver cómo Antonio Armas sacaba la pelota del campo (la sacaba, no un simple jonrón a las gradas: una pelota que abandonaba el Estadio bañando mi mirada de niño-que-consigue-un-héroe). Pero, en un ejercicio de aplacamiento y doma, desde la felina tribuna de tercera base quiero intentar hablarles de la región opuesta... del otro Home Club ucevista.

Si existiera una categoría paradeportiva como “el outsider sentimental” de la pelota criolla, ese lugar le correspondería a los Tiburones de La Guaira. Parte del dulce (y egocéntricamente insoportable) ejercicio de ser caraquista es ver en el estoicismo del fanático de los Tiburones de La Guaira una suerte de nobleza, de virtud… ¡bueno, chico, de estoicismo! Puede que tenga algo que ver el asunto de compartir el Universitario o la antagónica construcción de nuestros arquetipos, pero los salados son (como los fanáticos del Atlético, a quien uno aprende a respetarle su compromiso con la esperanza) ese equipo al cual uno a veces no sabe si de verdad quiere ganarle “…porque no importa mucho en la tabla, ¡y ellos se ven tan contentos!”. No, no es lástima: es como dejarse ganar en PlayStation por la novia o dejarse meter un gol de un hijo: es ternura, no compasión; son ganas de oír la samba a la salida; amor cristiano. Pero eso pasa a veces, sólo a veces…

Desde hace mucho tiempo mi cita beisbolera preferida ha dejado de ser el manido Caracas-Magallanes. Nada tiene que ver la serie particular de esta temporada (que los turcos van ganando… momentáneamente), sino que prefiero el gusto que deja vivir un partido contra los Tiburones de La Guaira, tan revestido de interés, tan como la marea, siempre es una deriva impredecible.

Incluso, luego de tener casi seis años sin ir al Estadio Universitario, volví por cortesía de un guarista. Fue en ese La Guaira-Aragua donde reviví el asunto de ver los partidos Leones vs. Tiburones (“¡El clásssssssico capitalino!”, según la voz de Delio Amado León), de muchacho en el 23 de Enero y con mi primo Raúl Ernesto, no sólo fanático de La Guaira, sino primo hermano de Norman Carrasco.

Describiré la situación que me permitió la anamnesis, si la memoria no me falla: La Guaira ganando 6 a 2 en el octavo inning; hit entre segunda y el short; embasado el tiburón… pausa larga (más bien extraña) y de pronto el coach de primera pone un corredor emergente. Sí, así de raro: ganando por cuatro rayitas, faltando un inning, se saca a un bateador que no lo hizo del todo mal y se da seña (con éxito) de bateo y corrido sin outs. Esa carrera entró y la cosa se puso 7 a 2. Ahora bien: sólo un manager puede saltarse el librito de esa manera, uno con consciencia real de que cualquier cosa puede pasar y que cuatro carreras en el octavo, incluso siendo Home Club, no bastan: el manager de los Tiburones de La Guaira. Un largo noveno inning le dio la razón al uso del antimanual: el juego quedó 7 a 6, a favor de una marea que sufrió cuatro hits con dos outs. Así gana La Guaira. Así son.

Sin embargo, este buen amigo guairista hizo una conversión no del todo innoble. Mi novia, quizás la persona que menos se entusiasmaba con un partido de pelota, volvió de un viaje a España con una noticia curiosa: luego de entregarme una hermosa y amarilla camiseta oficial del Barcelona, me dijo que ella ahora militaría por el Real Betis: “tienes que oír el himno, donde casi se enorgullecen de perder y dicen algo como ‘manque pierda es campeón’… búscalo, búscalo en YouTube”. Yo, encandilado por ver que incluso me compró el short del Barça con la tirita amarilla a juego, pensando en el tricampeonato no supe notar algo en ella que Rodrigo, mi amigo, ya había olfateado: en mi novia residía la potencial ternura del fanático guairista, aunque ella sostuviera (casi demagógicamente) que era magallanera (Dios la ampare y la favorezca). Rodrigo lo vio y yo no… se reconocen entre ellos. A la semana estábamos en el Universitario, de nuevo gracias a los abonos y buenos oficios de mi amigo salado. Ella, por su parte, gritaba “¡Pa encima!” con un fervor que nunca vi en su ánimo frente a deporte alguno. Bueno, sí… una sola vez: días antes, mientras coreaba el himno del Real Betis.

Que durante este viaje a México me acompañe un madridista es algo que agradezco: hay clásico Barcelona- Real Madrid el 29 de noviembre y seguro conseguiremos algún bar en el cual un TV enorme y los precios de los tragos nos convoquen como polillas. Ahora bien: que ese mismo madridista sea el amigo que he referido como militante de los Tiburones de La Guaira es algo que me cuesta concebir. Quizás sea para compensar con sus copas europeas los casi treinta años de edad que lleva sin saber lo que es una caravana campeona, aunque insista en que las sumas de las sambas que ha bailado dan para tres Series del Caribe. Pero si algo les permito a mis amigos es el derecho inalienable a contradecirse.

Sé que ambos lamentaremos tener que conformarnos con ver por Internet el resultado del 4 de diciembre, cuando seguramente algún accidente cósmico tumbará todo pronóstico, dejando el destino de La Guaira como una noticia eterna de noveno inning. Yo vuelvo a Maiquetía el sábado 5; el domingo 6, día de la llegada de mi amigo salado, hay Caracas-Magallanes… pero nos importará poco a ambos.

Imagen: cortesía archivo El Nacional
Texto: Willy Mckey

miércoles, 25 de noviembre de 2009

Crítica de la razón fanática o del béisbol es como la vida



I
Cierto es que no hay ejercicio más ridículo que tratar de explicar la sinrazón mediante la razón; y dado que el fanatismo es, primero que todo y antes que nada, un ejercicio irracional, pues el fanático es un individuo sumiso y servil ante los designios de su objeto de deseo; vacuo resulta tratar de explicar esto racionalmente. Sin embargo, la condición más evidente del fanatismo es la negación constante de la irracionalidad envuelta en el hecho mismo de ser fanático, de modo pues que todo fanático recurra necia e insistentemente en racionalizar su fanatismo. El fanático deportivo, tampoco escapa de esto.
Excelentes intentos se han hecho en esta dirección, entre estos hay que destacar para ejemplificar, la teoría tribolica de Rodrigo Blanco –con tu permiso Rorro- a través de la cual se explica que en tiempos remotos el hombre poseía tres bolas, evolución mediante, quedó, tal y como lo conocemos hoy día, reducido, en el común de los casos, a sólo dos; razón esta que lo hace perderse en la locura ante cualquier cosa que se juegue con pelota. El béisbol, por su parte, está cargado de gestos que parecen reforzar ampliamente la teoría: todo bateador que se respete, al llegar al plato y como ritual de intimidación, se agarra las bolas como diciéndole al pícher “esa que me falta te la voy a sacar del parque”. El pícher, por su parte, antes de cada lanzamiento (momento de mayor tensión en el juego) manosea la pelota una y otra vez como si se tratara de algo que una vez fue suyo (suerte de sucedáneo de aquella tercera bola arrebatada por la arbitraria evolución), si un ataque de maldad y picardía lo invade, en primitivo ritual es capaz hasta de escupirla. Los fanáticos en las gradas apaciguaran la tensión manoseando, de cuando en cuando, sus testículos para asegurarse de que aún los tienen; aquellos que lo observan por la televisión, máxime si están solos, recurrirá al antiquísimo ritual del rascarse las bolas. Tan extraordinaria teoría, sin embargo, entra en contradicción con un importante requisito positivista en el hecho de no ser universalizable: los fanáticos del deporte no son tantos; además, la teoría parece obviar el hecho de que las mujeres también son fanáticas, y cuando son fanáticas de la pelota, lo son de manera peligrosamente furiosa.
Como quien esto escribe, es fanático de la pelota, también me he encontrado con el deseo de sensatizar mi insensata pasión por el beisbol, a despecho claro, de encontrarme con el fracaso que produce el tratar de razonar la sinrazón. Sin embargo, y con la ayuda de otros tantos como yo, he llegado a la conclusión de que el beisbol es la representación más acabada y perfecta de lo que la vida humana es.

II
No hay tiempo predefinido, hay un recorrido espacio temporal: las cinco entradas completas que ha de durar inicialmente un juego de pelota para tener la condición ontológica de juego legal, nada tienen que ver con un límite temporal, todo lo contrario, es una condición esencial mínima, esto es: un juego de pelota, para ser tal tiene que durar por lo menos cinco actos que deben ser completados por los dos equipos y ser ganado por alguno de los dos. Como si dijéramos, un ser humano, para ser tal, tiene que satisfacer la condición mínima de ser-en-el-mundo una conciencia, del tiempo, calidad o cualidad de este ser-en-el mundo –con la venia de Heidegger y Aristóteles - poco puede decirse hasta que haya terminado. En el transcurrir de un juego de pelota, las configuraciones y posibilidades son infinitas, es un acontecimiento en pleno desarrollo -como diría Walter (no Bejamin sino Martínez)- que incluso puede llegar a no concretarse.
Pero hay una característica temporal, única del béisbol y de la vida: el ritmo de las emociones. Los momentos más emocionantes suceden cuando no está sucediendo nada. Esto es, justamente, cuando se está en la nada, que, a pesar de que muchos cerebros chatos siguen creyendo que la nada nada es, es el limbo en el que habita potencialmente toda posibilidad, o sea, lo inmediatamente previo a que suceda cualquier cosa. Pero cuando las cosas pasan, en el béisbol y en la vida, devienen, con sus singularidades claro está, en tres grandes formas: como sucesos de poca monta o irrelevantes, por ejemplo, un faul ao cerrando el noveno y sin hombres en base, cuando el equipo está perdiendo por más de 6 carreras. Nadie, ni siquiera el propio jugador, recordará eso. Los relevantes: un hit abriendo inning o un ponche para sacar el cero con hombre en posición anotadora, sucesos que concursan por una plaza perecedera en nuestra memoria. Y los momentos trascendentes: que son pocos, pero son. Son, aquellos que rompen para siempre el sentido externo del tiempo –Kant dixit- en un antes y un después irreversible configurando eso que llamamos historia. Un no hitter, un Grand Slam para dejar en el terreno al equipo contrario o una remontada extraordinaria. A esto hay que añadir, para redondear la idea, que, en el béisbol como en la vida, hay nombres que, fortuita y circunstancialmente, se encuentran vinculados a esas grandes hazañas: los que alcanzan su lugar en la historia; y otros, los héroes, cuyos nombres están reincidentemente vinculados a estas: Babe Ruth, Ted Williams, Roberto Clemente por sólo –mezquinamente- nombrar algunos.

III
La condición gregaria en perfecta armonía con la condición individual. Al igual que la historia de la vida humana, el béisbol es un juego de equipo, pero es, al mismo tiempo, un juego de hazañas y responsabilidades individuales. Por eso no es de extrañar que en un “juego” aparezcan nociones tan complejas, pero a la vez tan comunes, como las de error, selección, robo, muerte y sacrificio. La historia del béisbol se construye, al igual que la historia humana, en una constante tensión entre el individuo y su colectivo. No por nada, en el béisbol no sólo se premia, más allá de los logros que alcance el equipo, el desempeño personal, sino que, además, el tema de los numeritos personales es absolutamente cardinal.
Hay que verle la cara a un evento que combine mejor el gregarismo con la virtud individual que aquel toque de Vitico en el noveno… El Vic vino de la banca -seguramente con un par ya entre pecho y espalda- en un moribundo noveno inning con dos aos y perdiendo cinco a tres, rápidamente lo montaron en dos strikes, pero, cuando ya todo el mundo estaba recogiendo para irse, Davalillo, sorprendió a todos con un toque patentado por él: “dragó” la bola –que es como irse con ella– y llegó a salvo a la primera. El resto de la historia es harta conocida: los Dodgers remontaron el juego y terminaron ganando seis a cinco. El equipo entero fue el que ganó, eso es la absoluta verdad. Pero sin la virtud de Vitico para leer, solucionar y reconfigurar un momento, los Phillies se hubieran llevado esa serie de campeonato, por allá por 1977.

IV
Las reglas en el béisbol, como en la vida, se dividen en tres grandes grupos: Las escritas, que son, stricto sensu, las que le dan su condición de juego; las del terreno y las no escritas. De las escritas, que son que jode, me limitaré a decir que son condición necesaria de todo juego: un juego, en realidad, es una especie de cálculo que posee unas reglas de entrada, un conjunto de reglas de transformación de esas reglas, que, a su vez, permiten crear nuevas reglas. Para las dudas, cómprese usted cualquier introducción a la lógica matemática y verá que tengo razón. Los seres humanos, desde nuestro software de homo sapiens hemos estado descubriendo y desarrollando (jugando) el cálculo vital construyendo y reconstruyendo sobre él nuevas reglas que nos van haciendo la vida más fácil. Si bien esas reglas (las escritas) son de carácter universal, las del terreno son, por así decirlo, de carácter particular. Como si dijéramos, si bien es cierto que hay un cálculo vital que rige la existencia del hombre, también es cierto que los colectivos humanos -y los clubes de pelota son precisamente colectivos humanos- desarrollan ciertos hábitos que norman su vida según su creencias. En dos platos: la vida está condicionada por un aparato biológico que norma su actuar diario y consecuente, también surge entre los hombres que habitan una determinación espacio temporal, un conjunto de normas, acuerdos y creencias que solemos llamar cultura. Las reglas del terreno se me antojan muy parecidas a ese imaginario.
De las no escritas, hay que escribir corto, porque se me acaba el espacio. Habría que comenzar por decir que todo cuanto hay que saber del béisbol está escrito en un “librito” que nadie jamás ha visto ni leído y jamás existió y nunca existirá. Una especie de Biblia de arena -al estilo borgiano- donde se va constantemente almacenando todo el conocimiento del juego. Pobre de aquel, que, durante el juego o en una acalorada discusión, diga o haga algo que contradiga a la imaginaria entidad. Pero, más allá del librito, en el béisbol, como en la vida, existen un conjunto de reglas que conforman eso que llamamos aparato moral. Normas que frente a otros y frente a nosotros mismos –como exigiría Sócrates- rigen nuestros comportamientos.

He aquí la razón de la sinrazón, o como llanamente escribiera alguna vez Adorno: por eso nos gusta el béisbol.

Imagen y Texto: Garcilaso Pumar

Los Tiburones y la Revolución


El grupo Queen visitó a Venezuela en 1981, año de mi nacimiento. Desde entonces, de una manera instintiva, he tenido la sospecha de que siempre llego tarde a las mejores cosas de la vida. Fue a finales de noviembre de 1991, cuando la noticia de su muerte recorría el mundo, que me enteré de que existía, o había existido, un tipo llamado Freddy Mercury.

En esa misma época, comencé a seguir los juegos de nuestra liga de béisbol y a ser fanático de los Tiburones de La Guaira. Al igual que con mis gustos musicales, mi afinidad beisbolera no pudo ser más inoportuna y desfasada. La temporada 91-92 es recordada por los seguidores de La Guaira como el umbral de la desgracia. A partir de allí tendría lugar una debacle sin precedentes en la historia de nuestro béisbol y de nuestro país. Ocho temporadas consecutivas sin clasificar a la segunda ronda; un récord, dos veces alcanzado, de derrotas al hilo (14 juegos seguidos en la 93-94 y 15 en la 2004-2005), bajas sensibles en el campo y en las gradas, como sucedió en el año 95 con el asesinato de Gustavo Polidor y la muerte de José Ignacio Cabrujas (quien, como buen tiburón de ciudad, falleció de un infarto en las aguas de una piscina). Una cadena de sucesos, pues, que le da consistencia y temblor a esa nube negra que se posó sobre el equipo en los años 90. Una nube funesta que desataría su torrente en diciembre de 1999, en el trágico deslave en el estado Vargas, donde morirían miles de habitantes y fanáticos naturales de La Guaira, entre ellos un hijo y un nieto de Pedro Padrón Panza: los herederos de un equipo que, con estas muertes, ha quedado huérfano.
De manera que, al menos en materia de béisbol, he sido criado en la resistencia y el dolor. Ser fanático de los Tiburones de La Guaira es una variante tropical-venezolana del estoicismo. Es saberse elegido para la derrota y fortalecer aún más la convicción a medida que se va cumpliendo ese destino. En ese sentido, esta afición colinda también con una forma sutil de judaísmo: es añorar un pasado idílico y no vivido (me refiero, sobre todo, a los fanáticos que, como yo, no llegaron a presenciar las hazañas de las primeras décadas del equipo) y esperar cada año, con ilusión renovada, la llegada de un Mesías, de una salvación siempre postergada, que nos devuelva el título.

Ahora me doy cuenta de que mi incipiente gusto por el béisbol coincidió con las primeras luces que atisbé en materia política. Digo esto porque yo nací y viví en La Pastora hasta los 16 años. De modo que en febrero y noviembre del 92 comprendí en medio de las detonaciones que, a sólo dos cuadras de mi casa, existía algo tambaleante llamado democracia, y que en ese preciso instante se fracturaba. Quizás por estas razones, con el pasar de los años, he terminado por asociar dos frases, que a su vez representan dos esperanzas distintas, que a su vez me parecen las vertientes contrapuestas de lo que, en principio, fue un mismo sueño. Cada que vez que escucho a alguien decir que “este año se muere Fidel”, inmediatamente lo interpreto como el negativo de ese anhelo luminoso que destella en el fuero interno de todos los fanáticos de La Guaira cuando afirman que “este es el año de los Tiburones”. Y es que los Tiburones de La Guaira (mejor conocidos, en los 80, como “La guerrilla”) fueron como una revolución dentro del béisbol nacional. Fundado en 1962, apenas 3 años después de la Revolución cubana, el equipo escualo representó y logró en materia deportiva el sueño político que en Venezuela no pudo cuajar. La alternativa que representan los Tiburones no ha hecho sino adquirir consistencia a través de las derrotas, no ha hecho sino borrar su carga simbólica hasta el punto de constituirse en una opción real. Ser fanático de los Tiburones de La Guaira es la única forma que encuentro actualmente, sin arrodillarme ni perder la dignidad, de acercarme a un pensamiento de izquierda.

Texto: Rodrigo Blanco
Fotografía: Garcilaso Pumar