jueves, 21 de enero de 2010

Caracas-Magallanes o la dialéctica de una rivalidad


José Rafael Herrera

Todo antagonismo tiene una lógica. La rivalidad histórica y cultural que ha sustentado y sustenta la confrontación beisbolística de cada encuentro sostenido por los Leones del Caracas y los Navegantes del Magallanes trasciende, entre nosotros, el simple espectáculo entre franquicias de un determinado marketing. En otros términos, un Caracas-Magallanes no es, en consecuencia, ni un ‘Wendy’s-McDonald’s” ni un ‘Coca-Cola-Pepsi-Cola’. Pero, francamente, tampoco es un ‘Cardenales-Águilas’ ni un ‘Bravos-Caribes’. Y ni siquiera es un ‘Magallanes-Tiburones’ o un ‘Caracas-Tigres’. Porque en un Caracas-Magallanes se hayan presentes todas las premisas necesarias que justifican la lógica de la oposición dialéctica, en sentido estricto.

Un encuentro Caracas-Magallanes es, en consecuencia y de suyo, un enfrentamiento –que no por ello deja de ser lúdico y alegre– que nos toca hondo, porque, en medio de la tensión, nos hace tomar conciencia de lo que somos, de la fibra de la que estamos hechos, a través del beisbol. Y, en tal sentido, es una representación virtual de la resolución de nuestros conflictos por la vía de la civilidad y de la tolerancia en el terreno de juego.

Asistimos, pues, a una nueva edición de esta emocionante confrontación de términos opuestos, de esta o-posición de dos posiciones –para nosotros– clásicamente antagónicas: y se trata, precisamente, de dos términos opuestos, cada uno de los cuales es porque el otro término es. Si uno de ellos no es el otro deja de ser lo que es. Podrá ser cualquier otra cosa, otro equipo, tal vez, pero no será más ni Caracas ni Magallanes.

Desde el punto de vista lógico-conceptual, cada uno de los juegos de esta final Caracas-Magallanes será una nueva –otra– demostración de la presencia efectiva de la oposición y, por lo tanto, de la necesidad de su reconocimiento recíproco, de la interdependencia de ambos y, a fin de cuentas, de su Versöhnung, es decir, de su reconciliación, en el entendido de que el próximo Campeón del beisbol criollo superará su condición de representación particular (ya no será más ni Caracas ni Magallanes) para convertirse en el representante oficial de la Selección de beisbol de Venezuela ante la Serie del Caribe.

Claro que toda argumentación lógica tiene sus consecuencias: nos guste o no nos guste. Si aceptamos las premisas tendremos necesariamente que aceptar las conclusiones. Así, pues, si se dice que no hay ni Caracas sin Magallanes ni Magallanes sin Caracas, es porque para que uno de ellos exista tiene que existir indefectiblemente el otro, tal y como se dice que para que exista el padre debe existir el hijo, o para que exista el sujeto debe existir el objeto o para que exista la derecha debe existir la izquierda, etc. Porque, así como no es posible que haya un hijo que no sea hijo de un padre o que no haya un padre que no sea padre de un hijo, de igual modo cabe señalar que no hay un magallanero que no sea el resultado de la existencia de un caraquista y viceversa. La existencia del uno está determinada por la existencia del otro. Lo que hace posible la existencia del uno es la determinación que sobre él mantiene el otro.

Esta relación de conflicto y, a la vez, de reconocimiento constantes nos identifica no sólo como los ‘eternos rivales’ que somos, sino como pueblo, como Nación. Por eso mismo, el beisbol es más que un deporte: el beisbol es como la vida misma. Todo lo cual debería servir de lección a cierta oposición y a cierto oficialismo políticos, que no logran comprender esta doble exigencia lógica de la dialéctica: la unidad de la diversidad y la diversidad de la unidad.

No sin tolerancia, y al final, cada uno de nosotros –Navegantes o Leones– podrá reconocer que el adversario no es sólo el adversario, sino que es nuestro sí mismo, nuestro “otro del otro”. Que, a fin de cuentas, somos la misma carne y la misma sangre, aún en pleno conflicto. Aun en el terreno de juego.

lunes, 18 de enero de 2010

El año que nunca fue siempre

(o vuelta a la patria de un enero sin Cardenales)
por Juan Carlos Méndez Guédez


Rafael Cadenas me habló en una ocasión sobre la dignidad de la derrota; esa especie de sobriedad, de prestancia que otorgaba la reiteración de una victoria posible que nunca llegaba a realizarse. Los fanáticos de Cardenales de Lara conocíamos este sentimiento; lo habíamos convertido en algo sofisticado; lo habíamos asumido como una seña de identidad; como un recurso expresivo.
Debo reconocer que en ese instante aquella rutina tenía más bien el aire de una larga desesperación; ese mes de enero que arrasaba con todo lo que en diciembre fue promesa, esplendor, posibilidad (aunque ya se sabe, sobrevivir es una larga, una infinita paciencia).
Durante muchas temporadas los locutores del circuito del Cardenales repetían: “este sí es el año”, “este sí es el año del Cardenales de Lara”, y uno sabía que no era cierto, que ese año tampoco sería el tiempo del milagro, pero en el fondo estaba bien esa fatalidad: que ganaran los otros, que celebraran los otros, porque sus victorias se consumían en su opaca realidad, y en cambio cada año era todos los años el año, el momento de ese campeonato que se extendía como un deseo nunca cumplido. Ganábamos siempre de tanto saber que perderíamos; y en el fondo lo hacíamos para ser un equipo mítico.
Nadie se extrañe por esta afirmación. A mí me quedaba muy clara al leer a Pavese: “la hazaña del héroe mítico ...alcanza un valor absoluto de norma inmóvil, que precisamente por inmóvil se revela perennemente interpretable, ex novo, polivalente, simbólica en suma... Genuinamente mítico es un acontecimiento que al igual que fuera del tiempo se realiza fuera del espacio”. Cardenales de Lara jugaba más allá del tiempo y del espacio, en una liga aparte, en una liga suya, propia, en la que no existía esa interrupción de la esperanza que es la victoria.
Pero confieso la euforia feroz, el frenesí, el exceso con el que viví ese momento de enero de 1991 cuando decidimos ingresar al tiempo real y nos vulgarizamos con la vibrante conquista de un campeonato. Luego vinieron otros títulos: intensos pues me llegaron por noticias telefónicas y debía celebrarlos a solas, en algún bareto donde nadie sabía lo que es el béisbol, ni lo que significaban los jonrones de Robert Pérez o las jugadas de Luis Sojo. Lugares donde yo cerraba los ojos para escuchar el sonido poderoso de un batazo que hace llorar de felicidad una pelota.
Sólo que ahora, al mirar la tabla de posiciones de este año 2009, al ver que al igual que en los peores años setenta, ni siquiera habrá un enero para nosotros, comprendo que el tiempo mítico ha regresado. El play off será de otros, será el asunto lejano de quienes ganan y pierden. Porque Cardenales ha regresado a mi infancia; me ha regresado a la infancia. Allí estoy otra vez, escuchando un radiecito en Los Jardines del Valle, furioso, escuchando que acaban de ponchar a Nelson García, que Orlando González acaba de batear para doble play, así que cuando lleguen las uvas del tiempo ya estaremos eliminados.
Pero no importa, porque el año próximo podré decir: “éste sí es el año; este sí es el año del Cardenales de Lara”.
Así que volveré a leer a Pavese. Quizás allí logre adivinar cuándo regresará ese momento absurdo, repetido y deleznable, de los jugadores saltando en medio del campo, de los gritos en el Antonio Herrera, de la familia que festeja. Y así de nuevo regresaré a los bares donde hace mucho frío y donde nadie sabrá qué celebro, que risa invisible, íntima, me acompaña, como la alegría de un batazo inmenso, lejano, inatrapable.