viernes, 26 de febrero de 2010

Una final feliz


Por Garcilaso Pumar

"¿...y dónde están?/ ¿...y dónde están/ los jonroncitos de Pablito Sandoval?"
Willy McKey


Después de los dos primeros juegos de la final Caracas-Magallanes en Valencia, todo parecía terminar. Una paliza horrorosa —con arepas incluidas—, un juego medio batallado que al final se abrió claramente a favor de los turcos... el fantasma de la serie particular y lo bien que le había ido al Magallanes en el universitario durante todo el 2010 parecían dejar a los Leones fuera de la competencia.

Ya en el Universitario, el tercer juego devino sin mucha espectacularidad en el campo. El juego estuvo empatado por largo rato, luego de que los del patio lograran igualar las tres carreras que mantenían arriba a los visitantes desde la alta del segundo inin. Hicieron una en el segundo... otra en el tercero... una más en el cuarto. Desde entonces, la atención de la tribuna se volcó hacia un grupo de protestantes con su pancarta del —ya clásico— “¡1, 2, 3! ¡Ch... tas’ ponchao!”.

Diría Freud: el principio de realidad se impuso al principio de placer, por lo menos durante dos inins... si el juego siguió, siguió allá abajo. Allí, en las tribunas, todos estábamos avocados en aclararle a la policía que si se decidía —como amenazaba— a ponerle un dedo encima a alguien, se las verían con por lo menos cinco mil almas furibundas. Afortunadamente, aunque los pacos son brutos, saben contar: protestamos y gritamos hasta que recordamos que era el tercer juego de la final y, sólo entonces, regresamos al placer. Y así, en la segunda mitad del séptimo, llegaron las dos carreras que pusieron arriba al Caracas con las cifras definitivas del juego: ganamos 5 a 2.

Si al tercer juego la espectacularidad le fue ajena, el cuarto fue todo él un solo espectáculo. Para mí, en lo particular, un hecho lo hizo todavía más emocionante: el único enemigo que mantengo (un pobre diablo, ladrón, estafador, farsante y –sin que eso tenga que ver con lo anterior- magallanero) estaba también en el estadio, muy cerca de mi palco. Lo descubrí cuando regresaba del baño, durante la parte alta del cuarto inin, cuando ya perdíamos por cinco carreras... así que aproveché de sacudirme un poco la rabia clavándole mi mejor mirada de camorrero de colegio, con conciencia de que ya me había visto y de que es demasiado cobarde para atreverse siquiera a un cruce de miradas.

De regreso al juego: Caracas hizo dos carreras al final del cuarto para mantener las esperanzas vivas... pero Magallanes volvió a hacer crecer mi desesperanza, frustración y furia al inicio del quinto anotando las dos que habíamos descontado. La derrota empezó a parecerme inminente. Sin embargo, mis Gloriosos hicieron una en el quinto, otra en el séptimo y dos más en el octavo, una suma que parecía insuficiente cuando a Gregor Blanco le tocó batear contra un intraficable Francisco “El Kid” Rodríguez, que ya sumaba dos aos.

Pese a que el cartón del cervecero garantizaba que ya me había tomado demasiadas espumantes, aquel turno lo recuerdo con una claridad de manantial: Blanco dejó pasar un picheo alto que el umpirer principal, Jorge Terán, sentenció acertadamente como bola. "Ganas de prolongar la agonía", pensé. Pero luego, en el segundo picheo, Gregor logró conectar con fuerza la pelota hacia su banda: ¡Carajo! El mundo pareció detenerse un instante y la resaca de todo lo sufrido se volvió alegría caraquista cuando vimos caer la pelota a mitad de las gradas. ¡El juego se había empatado! Una merecida seña a la cueva magallinera suscitó que se iniciara una pelea en la que, con Jesús Guzmán a la cabeza, les cantamos a los turcos las catorce. Un rato duró la cosa. En las tribunas, los parciales de los Leones nos sumábamos a los nuestros con insultos y arengas.... pensé entonces en el pobre diablo, vencido por el terror que debió de sentir al pensar que yo aprovecharía la coyuntura... ganas no me faltaron, pero una frase de Maquiavelo acudió oportuna a mi memoria: la guerra no se evita sino que se difiere.

Después de un buen número de expulsiones, en la que los eléctricos –un alias poco viril en nuestra pelota, por cierto- sacaron la peor parte, el Kid salió del inin sin más daño.

Juego nuevo en el décimo. Vino Juan Carlos Gutiérrez y solo permitió un inocuo jit. Al cierre de ese ininng, el temor magallanero (tanto en la tribuna como en el campo) era tan espeso que se podía tocar.

Un jit de José Castillo aumentó la tembladera... luego, un fallido toque de Kroeger no pudo moverlo a segunda, pero la pesadilla llegó quieto a primera y, consciente de su falla sumada a una maestría pasmosa, se robó la segunda base y eso propició un boleto intencional a José Celestino López. Así, con hombres en primera y en segunda y un solo ao, le tocó a Jackson Melián (quien había entrado por el expulsado Guzmán quien, dicho sea de paso, estaba en un slump enorme) enfrentar a Yoel Hernández y hacer suyo el turno más importante de la serie.

Melián dejó pasar dos pelotas que cayeron en la zona de strike, hasta que le tiraron una que verdaderamente era la suya: la línea cayó en el cuarto o quinto escalón de las gradas del jardín izquierdo y el Magallanes quedó en el terreno. Además de la celebración, la cerveza, los abrazos y la esperanza que nacía, confieso que me sentí vengado: ese pobre diablo recibió por parte de mi equipo la pela que, además de lo que me robó, todavía me adeuda.

Al día siguiente, en el que creo fue uno de los juegos más aburridos al que haya asistido en mi fanática vida, el Magallanes nos blanqueó 3 a 0. La verdad es que tanto los fanáticos como los peloteros no superábamos aún el duelo que nos produjo la partida obligada de José Castillo al Japón. Elaborado el duelo, a pesar de estar abajo en la serie, la convicción de que sí podíamos embargaba al caraquismo. En efecto, después de un día de descanso y de regreso en Valencia, Gustavo Chacín, convertido en as de la rotación capitalina, tuvo la mejor apertura de su carrera en Venezuela: 7 innigns completos sin permitir carrera alguna. El Caracas ganó sin esfuerzo. El barco turco comenzaba a hacer aguas.

Fue en esas últimas treinta horas de la final cuando se hizo evidente la transformación de los manageres contendores: Carlos García (manager del año) devino en una suerte de inepto Ministro del Poder Popular para el Magallanes. Su contraparte, Dave Hudgens, se afianzó en su liderazgo y en el conocimiento de su equipo. Después del triunfo de Chacín, un irracionalmente desesperado Magallanes empezó con las más rocambolescas acciones: Carlos Guillén, quien no jugaba desde finales de septiembre, apareció uniformado y en róster; luego, todo el numerito con Pablo Sandoval —de quien sabíamos que durante la noche anterior había estado en un partido de hockey en el área de la bahía de San Francisco, California—, llegando en un helicóptero del CICPC, más al estilo del súper agente 86 que de Kung-Fu Panda.

Las palabras de Hudgens fueron premonitorias: "me tiene sin cuidado quien venga a jugar: nosotros saldremos a hacer lo que tenemos que hacer". Es decir, ganarles el séptimo juego 7 carreras por 2. Esto no impidió que el halo (o la pava) chavista, que acompañó al Magallanes durante las referidas últimas treinta horas, tuviera su clímax: cuando el Caracas venía a cerrar el noveno ya ganando por 5 carreras, sospechosamente (y sin que tengamos alguna explicación al respecto), se fue la luz por unos quince minutos. De nada les sirvió: los Gloriosos Leones del Caracas quedaron Campeones de la temporada 2009-2010.

El máximo líder comparó a los Leones con la oposición venezolana. Su palabra vaya adelante.

jueves, 21 de enero de 2010

Caracas-Magallanes o la dialéctica de una rivalidad


José Rafael Herrera

Todo antagonismo tiene una lógica. La rivalidad histórica y cultural que ha sustentado y sustenta la confrontación beisbolística de cada encuentro sostenido por los Leones del Caracas y los Navegantes del Magallanes trasciende, entre nosotros, el simple espectáculo entre franquicias de un determinado marketing. En otros términos, un Caracas-Magallanes no es, en consecuencia, ni un ‘Wendy’s-McDonald’s” ni un ‘Coca-Cola-Pepsi-Cola’. Pero, francamente, tampoco es un ‘Cardenales-Águilas’ ni un ‘Bravos-Caribes’. Y ni siquiera es un ‘Magallanes-Tiburones’ o un ‘Caracas-Tigres’. Porque en un Caracas-Magallanes se hayan presentes todas las premisas necesarias que justifican la lógica de la oposición dialéctica, en sentido estricto.

Un encuentro Caracas-Magallanes es, en consecuencia y de suyo, un enfrentamiento –que no por ello deja de ser lúdico y alegre– que nos toca hondo, porque, en medio de la tensión, nos hace tomar conciencia de lo que somos, de la fibra de la que estamos hechos, a través del beisbol. Y, en tal sentido, es una representación virtual de la resolución de nuestros conflictos por la vía de la civilidad y de la tolerancia en el terreno de juego.

Asistimos, pues, a una nueva edición de esta emocionante confrontación de términos opuestos, de esta o-posición de dos posiciones –para nosotros– clásicamente antagónicas: y se trata, precisamente, de dos términos opuestos, cada uno de los cuales es porque el otro término es. Si uno de ellos no es el otro deja de ser lo que es. Podrá ser cualquier otra cosa, otro equipo, tal vez, pero no será más ni Caracas ni Magallanes.

Desde el punto de vista lógico-conceptual, cada uno de los juegos de esta final Caracas-Magallanes será una nueva –otra– demostración de la presencia efectiva de la oposición y, por lo tanto, de la necesidad de su reconocimiento recíproco, de la interdependencia de ambos y, a fin de cuentas, de su Versöhnung, es decir, de su reconciliación, en el entendido de que el próximo Campeón del beisbol criollo superará su condición de representación particular (ya no será más ni Caracas ni Magallanes) para convertirse en el representante oficial de la Selección de beisbol de Venezuela ante la Serie del Caribe.

Claro que toda argumentación lógica tiene sus consecuencias: nos guste o no nos guste. Si aceptamos las premisas tendremos necesariamente que aceptar las conclusiones. Así, pues, si se dice que no hay ni Caracas sin Magallanes ni Magallanes sin Caracas, es porque para que uno de ellos exista tiene que existir indefectiblemente el otro, tal y como se dice que para que exista el padre debe existir el hijo, o para que exista el sujeto debe existir el objeto o para que exista la derecha debe existir la izquierda, etc. Porque, así como no es posible que haya un hijo que no sea hijo de un padre o que no haya un padre que no sea padre de un hijo, de igual modo cabe señalar que no hay un magallanero que no sea el resultado de la existencia de un caraquista y viceversa. La existencia del uno está determinada por la existencia del otro. Lo que hace posible la existencia del uno es la determinación que sobre él mantiene el otro.

Esta relación de conflicto y, a la vez, de reconocimiento constantes nos identifica no sólo como los ‘eternos rivales’ que somos, sino como pueblo, como Nación. Por eso mismo, el beisbol es más que un deporte: el beisbol es como la vida misma. Todo lo cual debería servir de lección a cierta oposición y a cierto oficialismo políticos, que no logran comprender esta doble exigencia lógica de la dialéctica: la unidad de la diversidad y la diversidad de la unidad.

No sin tolerancia, y al final, cada uno de nosotros –Navegantes o Leones– podrá reconocer que el adversario no es sólo el adversario, sino que es nuestro sí mismo, nuestro “otro del otro”. Que, a fin de cuentas, somos la misma carne y la misma sangre, aún en pleno conflicto. Aun en el terreno de juego.

lunes, 18 de enero de 2010

El año que nunca fue siempre

(o vuelta a la patria de un enero sin Cardenales)
por Juan Carlos Méndez Guédez


Rafael Cadenas me habló en una ocasión sobre la dignidad de la derrota; esa especie de sobriedad, de prestancia que otorgaba la reiteración de una victoria posible que nunca llegaba a realizarse. Los fanáticos de Cardenales de Lara conocíamos este sentimiento; lo habíamos convertido en algo sofisticado; lo habíamos asumido como una seña de identidad; como un recurso expresivo.
Debo reconocer que en ese instante aquella rutina tenía más bien el aire de una larga desesperación; ese mes de enero que arrasaba con todo lo que en diciembre fue promesa, esplendor, posibilidad (aunque ya se sabe, sobrevivir es una larga, una infinita paciencia).
Durante muchas temporadas los locutores del circuito del Cardenales repetían: “este sí es el año”, “este sí es el año del Cardenales de Lara”, y uno sabía que no era cierto, que ese año tampoco sería el tiempo del milagro, pero en el fondo estaba bien esa fatalidad: que ganaran los otros, que celebraran los otros, porque sus victorias se consumían en su opaca realidad, y en cambio cada año era todos los años el año, el momento de ese campeonato que se extendía como un deseo nunca cumplido. Ganábamos siempre de tanto saber que perderíamos; y en el fondo lo hacíamos para ser un equipo mítico.
Nadie se extrañe por esta afirmación. A mí me quedaba muy clara al leer a Pavese: “la hazaña del héroe mítico ...alcanza un valor absoluto de norma inmóvil, que precisamente por inmóvil se revela perennemente interpretable, ex novo, polivalente, simbólica en suma... Genuinamente mítico es un acontecimiento que al igual que fuera del tiempo se realiza fuera del espacio”. Cardenales de Lara jugaba más allá del tiempo y del espacio, en una liga aparte, en una liga suya, propia, en la que no existía esa interrupción de la esperanza que es la victoria.
Pero confieso la euforia feroz, el frenesí, el exceso con el que viví ese momento de enero de 1991 cuando decidimos ingresar al tiempo real y nos vulgarizamos con la vibrante conquista de un campeonato. Luego vinieron otros títulos: intensos pues me llegaron por noticias telefónicas y debía celebrarlos a solas, en algún bareto donde nadie sabía lo que es el béisbol, ni lo que significaban los jonrones de Robert Pérez o las jugadas de Luis Sojo. Lugares donde yo cerraba los ojos para escuchar el sonido poderoso de un batazo que hace llorar de felicidad una pelota.
Sólo que ahora, al mirar la tabla de posiciones de este año 2009, al ver que al igual que en los peores años setenta, ni siquiera habrá un enero para nosotros, comprendo que el tiempo mítico ha regresado. El play off será de otros, será el asunto lejano de quienes ganan y pierden. Porque Cardenales ha regresado a mi infancia; me ha regresado a la infancia. Allí estoy otra vez, escuchando un radiecito en Los Jardines del Valle, furioso, escuchando que acaban de ponchar a Nelson García, que Orlando González acaba de batear para doble play, así que cuando lleguen las uvas del tiempo ya estaremos eliminados.
Pero no importa, porque el año próximo podré decir: “éste sí es el año; este sí es el año del Cardenales de Lara”.
Así que volveré a leer a Pavese. Quizás allí logre adivinar cuándo regresará ese momento absurdo, repetido y deleznable, de los jugadores saltando en medio del campo, de los gritos en el Antonio Herrera, de la familia que festeja. Y así de nuevo regresaré a los bares donde hace mucho frío y donde nadie sabrá qué celebro, que risa invisible, íntima, me acompaña, como la alegría de un batazo inmenso, lejano, inatrapable.

lunes, 21 de diciembre de 2009

Código de fanático (Capítulo de "Orilla de playa")




Por Federico Pacanins

I

Tal vez la existencia de la crítica deportiva suponga que todo aficionado “serio”, diletante, necesite de cierta toma de conciencia para decantar sus modos de expectación. Una manera racional, digamos, de procurarse la degustación plena del deporte con exclusión de los caprichos emocionales propios del fanatismo. Que quien de verdad guste, poco a poco se pueda ir adentrando no sólo en la divisa y sus héroes, sino también en el arte del juego saboreado con independencia del color de la gorra.
Nada fácil dentro de una expectación por puro gusto, esto de dar foco al deporte y dejar atrás la pasión fanática, emocional, para convertirla en exigencia intelectual, analítica, cuasi-académica, que no admite errores ni necedades. Los cambios de tono nunca han sido sencillos y este, de la entrañas a la cabeza, resulta demasiado parecido a los malos cuentos existenciales del cariño transformado por los años -“te quiero hasta más que antes, pero distinto”- y un etcétera de especies similares.
Las aficiones lúdicas piden variación, sustento emocional reforzado, de lo contrario desaparecen. El ciclo mismo de crecimiento de todo individuo se confirma o desplaza en materia de gustos: Ayer el juego de metras, hoy el dominó; ayer y hoy el ajedrez o la expectación de espectáculos deportivos con suficiente materia para el corazón y la cabeza.
El béisbol en Venezuela gusta por popular, por arraigo en nuestras costumbres, por su reiterada práctica, por afinidad con la familia, los amigos, la casa o la calle. Pero hay mucho más: quien, por la causa que sea, desee extraer del béisbol el placer del análisis sesudo, siempre allí hallará la especialidad con suficiente porción de intelecto para divertir la mente más aguda.
Estadísticas, comentarios, reseñas, reportajes, reflexiones y especulaciones, día a día llenan horas de radio o televisión internacional o nacional. La crónica deportiva venezolana dedicada a la pelota –local o de Grandes Ligas- es tan importante que genera cientos de páginas en todos los periódicos de circulación nacional. La afición se sostiene y crece con los avatares de los practicantes y sus equipos, con su difusión por medios de comunicación masivos, pero también con el juego mismo. El enorme cúmulo de reglas complejas, la extensa normativa, su consiguiente estrategia involucrada en cualquier encuentro, da materia no solo para valorar y destacar la poca o mucha destreza física de los practicantes, sino para realizar cualquier clase de íntimo ejercicio analítico hasta de la ontología del deporte. A una prueba concreta lo invito.
Un juego perfecto de pelota, fíjese, desde un punto de vista físico, casi supone la inmovilidad colectiva. Piense tan solo en el juego ideal, extremo: veintisiete ponches consecutivos, sin tan siquiera un foul de una parte, y veintiséis ponches de la otra. Al final todo se decide por un jonrón. Pitcher y catcher con 81 lanzamientos de strike por los ganadores, y otro tanto por los perdedores. El jonrón final, sobre un último posible strike-out, decide este encuentro ideal, de ensueño, en una hora de juego con la sola aparente movilidad deportiva de dos pitchers, dos catchers y un bateador final que consigue no abanicar, sino llevar la bola a las gradas. El resto, los otros trece alineados de los dos equipos, sencillamente no hace nada de nada. Tal el hipotético juego perfecto de los juegos perfectos para quienes gustan y conocen. Para quien no gusta ni conoce, sería una locura de hombres uniformados atestiguando como alguien tira una pelota a otro, mientras los bateadores fallan y fallan. ¿Será el béisbol –vale la pregunta- un deporte de puras entelequias satisfechas o no por la destreza física de quienes lo practican?
Filosofía beisbolística aparte –tema de un libro completo-, la intelectualización del gusto por la pelota siempre ocurre en favor de traer nueva energía al fanático de años. Ese aficionado conocedor de reglas, estrategias y avatares de la pelota – pero casi huérfano de sus euforias deportivas juveniles-, de pronto se atreve a reflexionar por sí mismo para compartir puntos de vista – diez en nuestro caso-, dispuestos en un código personal de expectación si no del todo interesante, al menos debatible:

Primero. Es necesario tomar conciencia de la categoría que se está presenciando. La práctica del béisbol está organizada en categorías de acuerdo a la habilidad de los jugadores y allí se debe concentrar el nivel del juego ofrecido. No es lo mismo un partido de liga aficionada, inter obrera o infantil, que uno del béisbol profesional venezolano u otro de las Grandes Ligas. Las exigencias en cada caso son muy distintas y requieren de la comprensión del espectador.

Segundo. Como no es posible detallar el nivel de cada categoría, pues digamos que una cosa es el deporte aficionado, de practicantes que en principio no cobran por jugar, y otro superior, el profesional, ofrecido como espectáculo comercial de primer orden. Esto no significa que el campo aficionado no sea capaz de ofrecer juegos emocionantes y de buena técnica; quiere decir que la expectativa para que ello ocurra es mucho mayor entre profesionales y así debe exigirse.

Tercero. Aceptemos como principio que el béisbol profesional tiene la mejor oferta cualitativa y, por ello, tratemos de precisar sus características así necesitemos salvar un particular escollo: no existe libro, panfleto ni manual, que describa las exigencias de cada categoría. Hay, sí, mucha documentación estadística de equipos, juegos y jugadores -continua información y crítica de toda especie-, pero tal profusión de datos la más de las veces confunde en lugar de aclarar. Para colmo, en el caso del béisbol profesional las categorías son tantas, de tan variado nivel, que es difícil tener en su mente un registro fiel de la correlación cualitativa entre ellas.
Solo nos queda entender por nosotros mismos esas clasificaciones e idealizar, según nuestra particular experiencia, las características del juego en su mejor nivel -las Grandes Ligas- para, desde ese nivel ideal, adecuarnos a las diversas ofertas del béisbol profesional y, en línea descendente, del béisbol aficionado. En otras palabras, saber qué se le pide a un espectáculo Grandes Ligas para con ello ir tolerando y, en consecuencia, degustando los otros niveles inferiores (“Ir de lo sublime a lo ridículo”, utilizando términos de cierto comentarista local).

Cuarto. El espectáculo ideal de Grandes Ligas, ofrecido profusamente por radio y televisión, podría funcionar para el espectador de acuerdo a un caprichoso decálogo parecido al siguiente:
1) El partido de pelota debe exhibir la práctica del deporte en su nivel más refinado, jamás un espectáculo circense. De allí el aplauso adeudado a los juegos de marcador cerrado, sin errores, con despliegue de virtudes ofensivas, defensivas y tácticas por ambos contrincantes.
2) Los Managers deben dar a entender que el béisbol de liga grande tiene el más serio carácter comercial. Espectadores y promotores pagan y comprometen espacios y tiempo importante para difundir un partido. Tiempo y espacio ajenos, lo sabemos todos, es cosa muy seria; de profundo interés económico y emocional. El manager de liga grande no debe entregar un juego pensando en el mañana; nunca, jamás puede dejar de ordenar todos los movimientos estratégicos necesarios para ganar. En términos de código de honor estratégico: No se toleran más de tres o cuatro carreras contra el pitcher abridor; el jugador que presente problemas, o no sea el más adecuado en un momento dado, es inmediatamente sustituido; siempre juegan los más dotados para el momento oportuno y han de hacerlo fuerte, con toda la destreza y fina estrategia que supone la máxima categoría del deporte.
3) El buen picheo abridor debe ofrecer la posibilidad del mejor juego completo en manos de un solo pitcher, es decir, los clásicos “nueve ceros” y sus magnificaciones (el “no hit no run” o el juego perfecto), podrían al menos pulular en el ambiente.
4) La defensa de los equipos jamás permitirá más de un par de errores.
5) El catcher es un jugador defensivo estelar. En él se concentra la posibilidad de frustrar la jugadas de robo de base en un porcentaje superior al 30% de los intentos (no son tolerables pitchers de liga grande con un mal movimiento de cuido al corredor, a quienes deben cargarse la causa del robo de base). La ausencia de la posibilidad del out en intento de robo y el picheo descontrolado (las carreras empujadas por bases por bolas) son características propias del peor béisbol aficionado.
6) Los jardineros son jugadores de respetable brazo, con la virtud de hacer tiros fuertes y directos a todas las bases y a la goma.
7) Los jugadores centrales del cuadro, el short stop y el segunda base, juegan en yunta, siempre listos para ejecutar la más importante jugada defensiva: el “doble play”(Double play)
8) El jonrón es un punto central del juego; en consecuencia los equipos están sujetos a ofrecer dos o tres jugadores con un jonrón en la punta del bate. Equipos sin hombres poderosos, construidos con base en la pura velocidad, son la negación del máximo evento dentro del espectáculo.
9) Varios jugadores deben tener habilidades, ofensivas y defensivas, típicas del virtuoso del deporte: El pitcher relevista con velocidad cercana a las 100 millas, el bateador ambidiestro, el corredor de base cercano a un velocista de 12 segundos por 100 metros planos o el bateador con más de 300 puntos de average, por solo nombrar cuatro de esos virtuosos.
10) Es dable la jugada proveniente de una sentencia arbitral atinente a las reglas sofisticadas del juego. Un “balk” del pitcher que favorece al corredor con una base extra, el out por regla de interferencia o por “infield fly”, deben ser placeres normativos de alta degustación beisbolera, no siempre presentes en categorías ordinarias, pero del todo estimables en un espectáculo de la máxima liga.

Este personalísimo conjunto de observaciones de expectación contiene una excepción y una invitación. La excepción está dirigida al trato especial que nos merece el béisbol profesional venezolano; un caso en que el fanatismo apasionado por la divisa puede razonablemente acabar con la madurez fanática. Cosa de conservar la atracción inicial que movió el gusto por el juego, digamos, y dejar que el grito de guerra deportiva termine con la invitación a integrarse al pacífico clan que busca satisfacer intelecto y pasión a un mismo tiempo (¿cómo un caraquista consigue aceptar que el juego perdido con el Magallanes fue bueno?).
En cuanto a la invitación, vale para que cada quien ordene sus propias reglas de disfrute como espectador y acaso comparta, como toca a continuación, los eventos de tinte excepcional que la buena pelota puede y debe traernos.


II

Suponga la expectación televisiva por uno de los juegos de la temporada de béisbol nacional o de Grandes Ligas. Nada que ver con una confrontación final o un duelo de rivales; tan solo un momento en el que usted está animado a seguir su impulso de afición natural, de búsqueda de la pelota como espectáculo con independencia de las fiebres propias del favoritismo por equipos y peloteros. Aproveche la oferta televisiva, haga un simple ejercicio imaginativo –reitero la invitación- y tome así cuenta de ciertas jugadas o circunstancias particulares, probables, con la potencialidad de darle sabor de espectáculo a todo juego de béisbol profesional. Por decir:

El juego perfecto
Es el equivalente al indulto del toro de la fiesta taurina, o a la ronda de golf en 59 tiros. Porque no hay mejor construcción dramática para este deporte –tal vez con muy poca acción física, como arriba anotamos- que el juego donde poco a poco, a la medida que caen los innings, va dibujándose una circunstancia que sin ir en contra de su propia naturaleza colectiva, enaltece el heroísmo individual:
El lanzador, siempre trabajando por y para su equipo, va eliminando a los atacantes, uno a uno… quinto, sexto, séptimo inning… De pronto el foco de interés cambia. Ya el logro en equipo queda desplazado por la posibilidad de la hazaña particular de un lanzador presto a salir inmaculado de la confrontación….octavo y noveno inning… 25,26 y 27 hombres al bate, el mínimo posible…
Quien lance sin hits, ni carreras, sin que ningún contrario pise la primera base, así siempre esté involucrada la habilidad defensiva de sus compañeros, pues recibirá el calificativo de haber lanzado un Juego Perfecto. Y si acaso lo logra en la liga grande, quedará perpetuado en compañía de los Don Larsen, David Wells o David Cone -ejemplos de peloteros yankees- quienes, si bien ni pertenecen ni pertenecerán a ningún Hall de la Fama, han dejado grabado su nombre en toda memoria de fanático que se precie. (Por cierto, Dennis Martínez, único latino en hacerlo a ese nivel, está a la espera de su posible admisión en ese exclusivo Hall de la Fama).

“No hit, no run”

Nolan Ryan tiró siete; Sandy Koufax, cuatro. Y en el tránsito de la conquista de tales credenciales, sabe quien cuántos aficionados no asistían al parque con la secreta esperanza de verlos hacer eso: cero hits, cero carreras; como mucho algún error o alguna base por bolas que diera la mínima licencia de agresión a los bateadores contrarios dándole mácula al juego perfecto. Más nada.
A falta de juego perfecto, cabe su mejor y más probable subtipo: tensión dramática parecida con el mismo resultado heroico a favor de la fama del picher y, también, ese sabor propio de los eventos deportivos inolvidables.

Cuatro jonrones
Cada jugador alineado puede llegar a consumir cuatro o cinco turnos durante un juego de características normales. Significa esto que tales son sus oportunidades para alcanzar la máxima conexión posible: El jonrón. Nadie en su sano juicio discute el grado de importancia del batazo que, por si solo, da oportunidad de generar carreras. Sencillamente, no existe mejor acto ofensivo en favor de su equipo por parte de un jugador.
¿A cuánta perfección puede llegar la ofensiva individual durante un partido?, ¿cuál es el mejor equivalente ofensivo al lanzador de los no-hits? Pues el bateador que da tres batazos de vuelta completa y sale en búsqueda de un cuarto. Turno a turno va la oferta de tensión dramática para el aficionado, muy parecida a la del out 27 en el juego perfecto…Y si no lo cree así, pregúntele a quien haya visto a Mark Whiten en su noche de 1993 con San Luis, al Mike Smichdt del 76, Willie Mays del 61 o, mucho más atrás, aquí mismo en Venezuela, aquel Russell Rac que dio los cuatro palos en un juego del desaparecido campeonato rotatorio nacional de los años cincuenta.

La escalera
En un juego de poker la diversidad equilibrada -cinco barajas con perfecta secuencia numérica-, tiene carácter de mano excepcional: As, K, Q, J y 10 de la misma pinta, equivale a un súper premio para el apostador; vale decir, la Escalera Real. En el juego de pelota, esta figura trata del bateador que, en los turnos de su natural barajo, da batazos positivos de distinto rango y calibre: el sencillo, el doblete, el triple y, para coronar la faena, el jonrón (no necesariamente en este orden).
El efecto de la escalera beisbolística es casi tan imponente como el de los 4 jonrones. Preferir un poker de cuadrangulares en este imaginario reparto de maravillas peloteras, es tan solo cosa de gustos y colores. (¿Qué diría el escalador Bob Watson, quién lo hizo tanto en la Liga Nacional como en la Liga Americana de las Grandes Ligas?).

Triple play
Una jugada tan extraña que, tal cual los pavos reales más exóticos, encandila por su rareza. Puede que ocurra una decena de veces en una temporada de Grandes Ligas, pero quizás no suceda nunca. Y si bien no genera espacio en los libros de records, siempre consigue perdurabilidad en la memoria de todos quienes la presencian: En una misma jugada, sobre un mismo turno al bate, con un solo batazo... no uno, ni dos sino tres outs. Y el inning fuera.
Todavía vive en nuestra memoria aquel David Concepción vestido de Tigre de Aragua quien, con su sola habilidad -sin la participación de ningún otro compañero-, pisó bases, tocó corredores, y luego de ejecutado el tercer hombre, se dio el lujo final de lanzar a home en busca de un imposible… ¡el cuarto out!

Robo de “home”
Un acto que vive en el lindero entre lo sublime y lo ridículo: son los 30 pies para un pitcher profesional que puede lanzar la pelota a unas 90 millas por hora, más o menos, en contra de un corredor a 90 pies del home, en la tercera base, quien tan solo puede correr a unos 11 segundos por cada 100 metros, en el mejor de los casos.
El resultado de este problema de física no necesita de conocimientos ni cálculos científicos; en el papel la pelota siempre le ganará al corredor. Pero para el deporte no todo es ley física. Vale tanto o más la intervención humana a favor de tomar ventaja del descuido, ventaja del cansancio ajeno o de la destreza propia a la hora de tomar terreno… uno, dos, tres pasos, el lanzador que bosteza y otro pasito extra. Un movimiento de picheo –windup-, lento, acompaña la aparente distracción del catcher y, al fin, el instinto pelotero obliga al corredor a retar las propias leyes de física... ¡quieto!… El aplauso colectivo y en manos del anotador la decisión de banalizar el acto al castigar la impericia o negligencia del pitcher, de un “catcher-error”, de wild pich o past ball , o por el contrario otorgar el inolvidable premio de un robo de home a favor del corredor.
Por cierto, en los anales de la pelota venezolana todavía vive el recuerdo de Elio Chacón robándose el home en la Serie Mundial del 61. El único detalle estuvo en que el anotador le quitó la formalidad del premio, al apreciar un past-ball en contra del catcher, y también de quienes escuchamos por radio la hazaña del compatriota.

“Squeeze” suicida
Quizás su calificativo “suicida” confunda a quien piensa que los suicidios rara vez se ordenan. Mejor debería llamarse “Squezze antisuicida”. Mejor vamos por partes.
Se trata de una jugada de laboratorio donde la mente del manager funciona concordada con sus coaches, corredores y bateador. Que el corredor de tercera, sin pensarlo ni tomar en cuenta de la oportunidad, cual kamikaze, salga obligado a la conquista del home con el próximo lanzamiento, mientras el bateador, sea como sea, toque la pelota, buena o mala, para ayudar a conseguir la carrera -él es quien finalmente se sacrifica- y evitar así el suicidio del corredor. Un drama completo desarrollado y resuelto en diez segundos, para satisfacción de quienes creemos en el alto grado de planificación estratégica que comporta el buen béisbol.

Jonrón con tres en base

Vamos bajando en la escala de eventos espectaculares. Llegamos así a ciertos eventos que si bien usuales, no dejan de tener su carga de interés. El jonrón con tres en bases, al igual que el squeeze suicida, no podrá jamás calificarse de curiosidad o rareza; de hecho sucede con la frecuencia suficiente para convertirlo en la más común de las grandes atracciones ofensivas probables de un juego de béisbol. En las Grandes Ligas Lou Gehring dio 23, Willie McCovey 18, y fueron esos los momentos individuales más brillantes de sus respectivas carreras. Si a ver vamos, ¿puede pedírsele algo más a un bateador, en un solo turno al bate, que el mejor batazo ofensivo justamente al momento de las máximas consecuencias?
El acto del jonrón con tres en bases en liga grande en recientes años fue adornado por un Fernando Tatis, de los Cardenales de San Luis, quien dio dos en un mismo inning y al mismo pitcher (!!!).

Nueve ceros
En rancia prosapia beisbolera significa que un equipo, con la sola intervención de su lanzador abridor, gana sin que su contrario haga carreras. Es el tipo de confrontación que alimenta el record de efectividad del lanzador -cero carreras permitidas en las nueve entradas de un juego completo, “nueve arepas” en argot criollo-, que para muchos fanáticos exigentes puede producir un evento de inmejorable calibre técnico: el duelo de lanzadores resuelto en el partido con pizarra final de una a cero.
Es una lástima como en los últimos tiempos el concepto ha variado a favor de dar escena a los blanqueos de varios pitchers combinados, o a las palizas magnificadas entre rivales… Nueve arepas que acompañan un 10 a 0, por ejemplo; ¿cómo poner eso en la misma categoría de la blanqueada de John Morris para darle a los Twins la Serie Mundial de 1991, en el mejor juego de béisbol que uno haya presenciado? ¿Cómo no grabar en la memoria el duelo de Johan Santana –Twins, de nuevo- y Freddy García –Medias Blancas-, para el clásico 1 a cero de puro talento criollo en las Grandes Ligas conquistadas por Oswaldo Guillén y sus Medias Blancas de 2005?

Extraining
El extrainning resuelve la paridad de la confrontación que luego de nueve entradas, resulta empatada. Tanta estima merece esta situación, que el legislador beisbolístico no dejó el resultado del partido a merced de un plazo, sino en manos de tantas prórrogas -innings extra- como sean necesarias. Nada de soluciones entregadas al azar, de inventos tales como duelo de batazos o de picheos perfectos. Queden al margen el tiempo de juego -factor nunca determinante en el béisbol-, el cansancio de los jugadores o el deseo de algunos espectadores. Sean entonces, tantos innings extras, que abren y cierran, como a bien se requieran para dar al empate la más justa de las soluciones: gana quien haga la carrera de más.


El evento final que hemos escogido, el extrainning, tiene el lustre adicional de haber nombrado por años la columna periodística de Rodolfo José Mauriello, maestro de la crítica venezolana en la materia, quien de seguro nos hubiese informado de otras jugadas de parecida estirpe, siempre útiles para afinar la apreciación del deporte. Digamos esos otros actos beisbolísticos que, por tremendamente extraños -lo de los dos jonrones por el mismo pelotero en un solo inning, un ejemplo-, también producen “espectáculo” a la medida de ese fanático diletante, “manager de tribuna”, que jamás abandonará el objeto de su afición.

miércoles, 16 de diciembre de 2009

El béisbol: desde la bosta hasta el cielo


Por Adriano González León


El béisbol, no hay dudas, es un asunto del cielo. La frase que parece contener mayor fortuna es: la bola se va elevando… aunque resulta difícil confundir con ángeles y serafines esos señores sudorosos que escupen a cada momento y a veces lucen uniformes estrafalarios. Hay un cierto desorden en esta corte de los dioses y, por otra parte, los dioses no asoman por ningún lado. Si están en algún sitio, seguramente los cubren los enormes anuncios de refrescos, reconstituyentes y paliativos para la piel. Y además, es solamente en las tardes cuando pueden verse algunas nubes, o pedazos de nubes cubiertos por antenas, cables, reflectores y alambradas. Sin embargo, surcar los aires a gran velocidad, con amenaza de sobrepasar las gradas, parece ser el momento de máxima emoción. Los espectadores miran en silencio. Después viene el jolgorio, los pregones y el escándalo. Por supuesto la frase que se eleva va acompañada de muchas más, algunas de ellas ininteligibles, retrecheras, obscenas, perdidas entre las risotadas, los abrazos y los refranes cantados, repetitivos… necios hasta el confín. Es esta la fabla del béisbol. Los lingüistas, entre ellos Rosenblat, encontraron una cantera de derivados lingüísticos y algunos han hablado de la aproximación a un verdadero dialecto y sobre todo, la utilización de una terminología para otros usos de la vida corriente. De este modo podemos enterarnos que un buen picher es un individuo dadivoso, y que en determinados acontecimientos podemos lograr una buena atrapada. Quizás sea esta categoría permeable la que le dé al béisbol mayor ampliación, si se compara con otros deportes, en la jerga cotidiana. Seguramente, en otros países que practican este deporte, exista un uso peculiar que enriquece hasta cierto punto el habla del día a día.

Por otra parte, en Venezuela, para muchos que no son nacionales, se han presentado dificultades a la hora de la comunicación oral o escrita. Ciertos académicos rechazan la presencia beisbolera en nuestro léxico porque la consideran un empobrecimiento de la lengua. Otros, al contrario, la admitimos como un enriquecimiento. Y semejante pase a nuestro lenguaje tradicional, justifica al béisbol como el primer deporte nacional. Creo que para gran parte de nosotros el béisbol jugó un extraordinario papel en la formación de la infancia y la adolescencia. Sobre todo en el estímulo de la creatividad. No era fácil para muchachos de pocos recursos, obtener una pelota, menos un guante y muchísimo menos un bate. Había que ingeniárselas con un poco de pabilo, un pedazo de caucho para recubrirlo y luego ir dándole vueltas al hilo, con cierta maestría para mantener la redondez y obtener finalmente una bola con la cual se pudiera jugar.

Antes las partidas eran entre dos. Consistía en que uno lanzaba una chapita y el otro la bateaba, bajo el comando de ciertas reglas y limitaciones especiales. Después vino el béisbol sabanero, el arrastre de una tabla sobre la acera y por fin las caimaneras. Hay amistades profundas que se forjaron en el juego de una tarde. Hay enemistades duras y terribles. Hay el orgullo soberano de pertenecer a una divisa y esto no ha desaparecido ni desaparecerá jamás. Las pasiones encontradas en nuestra pelota son más profundas y hasta más rencorosas que en el mundo político o religioso. No dentro del equipo particular, que generalmente duró poco o terminó con el cambio de barrio y la bosta seca que hizo de base pasó a ser almohadilla. Las aficiones a los equipos profesionales, que han surgido por las más disímiles razones, han sido en muchos de nosotros una cuestión de honor, de orgullo, de intemperancia y hasta se han producido muchas quiebras en la amistad. A veces la discusión sobre el mejor siorestop ha terminado en riñas colectivas y verdaderos encuentros campales con lanzamientos de latas, trapos viejos, palos y hasta piedras. Yo lo voy a confesar aquí serenamente. Nuestra fiebre beisbolera comenzó muy temprano, en la infancia, frente a un radio Philco que tenía un ojo mágico. Uno pensaba que aguzando el ojo podía ver el batazo de Luis Romero Petit y el último ao en segunda base que le dio el triunfo a Venezuela en la Cuarta Serie Mundial. Venezuela era un pobre país destrozado por las fiebres palúdicas, el analfabetismo y el terror de Juan Vicente Gómez con las cárceles repletas y asesinatos en las carreteras. Uno era demasiado muchacho pero leía en voz alta los periódicos para que los viejos del barrio pudieran enterarse en la pulpería de las hazañas cubiertas por el estudiantado y el alcance de las fuerzas democráticas contra el terror del nazi-fascismo. Aquel triunfo deportivo alzaba nuestro orgullo en el continente y nos agradaba tener nuestras montañas, los llanos inmensos y el Orinoco, así como el Mar de las Antillas por el norte. Los muchachos aprendimos que teníamos un país por el cual valía la pena luchar y muchos compartimos nuestros juegos de pelota con las tardes en la Biblioteca Municipal. Realizamos tertulias en la Plaza Bolívar. Y allí el gran Omar Lares nos enseñó qué eran las grandes ligas.

Se formaron los equipos. Jugábamos en potreros y baldíos, entre colegios y escuelas, entre barrios del sur y del norte. Y, por supuesto, inmediatamente comenzaron las rivalidades. ¡Ustedes no tienen un picher como el nuestro! ¡Ese es un tira piedras!, respondía alguno del bando contrario ¿Pero donde van a encontrar un shorestop como el nuestro? Y así seguían las interminables discusiones hasta que las cosas iban subiendo de tono y alguien, juicioso, mediaba para evitar la llegada de los puñetazos. Creo que no hay un solo barrio de Venezuela, en las regiones donde se jugaba béisbol, que no llegase a enfrentamientos, violencias y pedreas. Pero el deporte lo arreglaba todo. Venían los mediadores y todos poníamos nuestras preocupaciones en el gran encuentro del próximo sábado. Creo que así ha ocurrido en todas partes y sobre todo en los enfrentamientos deportivos. En los últimos tiempos ya sabemos de las feroces arremetidas de los Houligans ingleses. Los del Madrid y del Barça protagonizan verdaderas batallas campales. Así lo fue siempre en Buenos Aires con el Boca y el River. Entre nosotros, por ser el béisbol el de mayor afición, los enfrentamientos entre el Caracas y el Magallanes han sido el motivo de riñas, enfrentamientos y enemistades. Algo que viene de lejos. Desde los primeros conjuntos cerca de la laguna de Catia hasta el Royal Club pasando por el Cervecería Caracas. Aquí hubo una fanaticada mayor porque gran parte de sus jugadores venían del cuadro que había ganado la Cuarta Mundial. Sin embargo, el Magallanes recogió en su filas gran parte del Royal Criollos y además llevaba el nombre de una barriada popular. La cosa pasó a tintes de gradación social y los caraquistas fueron considerados niños bien. El fondo clasista se ha mantenido, un poco más reducido, hasta hoy. Pero ha florecido la echonería magallanera, la pedante manera de elogiar a sus players, la arrolladora sobradera con evidentes figuras de última magnitud. Pero nadie en conjunto tiene mejor equipamiento que el Caracas. Sobre todo figuras sobresalientes, como Tovar, o ese predestinado Omar Vizquel que ejecuta primero una danza sobre la segunda base antes de ejecutar el doble-play. Las discusiones ya comienzan en torno a los que formarán las novenas. Dentro de algunos días bares elegantes y taguaras serán verdaderos centros de polémicas. Imposible evitar las rivalidades. Ellas vienen de más allá del deporte. Las disputas por el comercio del medio oriente enfrentaron continuamente a tirios y troyanos y a cada rato surgían las contiendas por el control del Mediterráneo. Las pugnas entre Güelfos y Gibelinos ensangrentaron media Europa y la configuración y algunos odios de hoy vienen de aquellos tiempos… resulta inevitable, por el enorme fuego universal que Shakespeare puso entre Montescos y Capuletos, cuya tragedia aún nos conmueve hoy. El Caracas y el Magallanes no nos sitúan todavía en tan dolientes situaciones. Pero siempre hay una molestia entre unos y otros. A veces yo prefiero alejarme de las discusiones de hoy y vuelvo sentimentalmente al béisbol de la infancia. Creo que fue precario y lleno de dificultades para todos. Ya no podíamos seguir jugando chapitas ni caimaneras. Era menester encontrar un terrenito en las afueras del pueblo.

En el terreno de Don Demetrio Juárez era posible montar el partido. Pero era un terreno desigual. Después del shorestop venía un enorme desnivel y el lefild no veía la tercera, mucho menos el jonpley. Cuando se producía un batazo que superaba al sior, el lefild no sabía que hacer con la pelota y el corredor ya amenazaba con llegar a tercera y el que cuidaba la segunda – único que podía ver el left- le gritaba desesperado; ¡Tirá pa’ jon! …¡Tirá pa’ jon!...para ver si podía evitar que el bateador anotara con un simple hit, gracias al barranco. Pero entre otras muchas, ocurrían cosas contradictorias y casi increíbles. En otro terreno de la ciudad, por los lados de Las Acacias, teníamos dificultades con el lefild porque la distancia era muy corta hacia el fondo y estaba cortada por una cerca y además con tres perros que eran unas fieras. Manuel, alias Carro Fúnebre, estaba al bate, con un hombre en base y logró conectar un tabletazo que pasó la cerca. Era sin duda un buen jonrón, pero quién era el valiente que buscaría la bola –la única que había- para poder continuar el partido. Tremenda desolación. Y hasta rabia contra el bateador. Uno de nosotros, enfurecido, hizo la exigencia única que se pueda hacer en la historia del béisbol. Le dijo furioso al bateador: ¡Mirá, pendejo, ¿por qué no bateaste un hit? Hay, como esas, muchas historias. Y sigue habiendo las mismas rivalidades. Yo no soy apasionado ni sectario. Pero, prepárense, magallaneros malasangres, estoy seguro que el próximo encuentro lo ganará el Caracas.


Fotografia: Garcilaso Pumar

jueves, 10 de diciembre de 2009

El zen y el arte de lanzar

por Ibsen Martínez

Hay quien sostiene, por ejemplo, que Tom Seaver debería ser considerado el mejor lanzador de todos los tiempos. Muchas de las leyendas que, en todas las listas de las peñas beisboleras, aparecen por encima de Seaver jugaron antes de la Segunda Guerra Mundial.

Y, sin embargo, mi modesta biblioteca de libros de records me deja ver que cinco contemporáneos de Seaver — Steve Carlton, Don Sutton, Nolan Ryan, Phil Niekro y el “salivador” Gaylord Perry— muestran más juegos ganados que Seaver. ¡Ah!, pero ninguno de ellos se acerca siquiera a los numeritos de Seaver: en veinte años en las mayores, Seaver ganó 311 juegos, redondeó una efectividad que, vitaliciamente, fue de 2.8 y ponchó a 3.640 oponentes.

Si se considera que, a lo largo de su dilatada carrera, Seaver lanzó para ocho equipos consistentemente perdedores y que, según el estadígrafo Bill James, cuatro de ellos sólo mejoraban sus cifras cuando Seaver estaba en la lomita, hay que concluir que, probablemente, se haya echado al hombro él solito más victorias que cualquiera de sus contemporáneos de hace veinte años.

Con todo, y es lo maravilloso del béisbol, alguien podrá avivar la discusión con una simple objeción del tipo “¿y qué me dices de Bob Feller o Roger Clemens o Sandy Koufax?” O bien, “¿dónde dejas a Greg Maddux, Steve Carlton o Pedro Martínez?” Para no hablar de Luis Tiant, Dennis Eckersely, Don Drysdale y el controvertido Orel Hershisher.

Desde que comenzó esta temporada me he ocupado de seguir, en lo posible, los partidos que abren Johan Santana y Carlos Zambrano. Estoy atento a sus calendarios, como quien sigue “Prison Break”. Me abisma la concentración que muestran, cada uno en su estilo.
Hace poco, David Brooks, un comentarista político del New York Times, aprovechó el comienzo de la temporada grandeliga para comentar un libro escrito hace años por un sicólogo deportivo llamado H.A.Dorfman. El libro se titula “El ABC Mental del pitcheo” y, según Brooks, pocos pitchers profesionales de alta competencia han dejado de sentirse impresionados por su lectura ni de aprovechar sus consejos.

Según Dorfman, sólo hay dos lugares en el universo mental del pitcher: el montículo…y todo lo que no es el montículo. Fuera de la lomita es donde se piensa en el pasado y el futuro; la lomita es para pensar en el instante presente. Cuando un lanzador pisa la lomita, instruye Dorfman, su mente sólo debe ocuparse de tres cosas: seleccionar el lanzamiento, decidir dónde quiere colocarlo y dónde está la mascota del receptor. Si le da por pensar en cualquier otra cosa, debería irse al dugout.

Para Dorfman, los bateadores no existen. Deben ser percibidos por el lanzador como vagas y genéricas abstracciones que flotan en una zona fuera de su control. Un lanzador no debe juzgarse a sí mismo por el hecho de que lo bateen poco o mucho: su criterio debe ser si en cada lance lanzó el pitcheo que se proponía lanzar.
Dorfman prescribe algunos rituales respiratorios, pero la idea polar de su método estriba en que un pitcher debe pensar “simple and small”; esto es, con sencillez y en pequeño. Lo que define al pitcher, dice, “es el modo como la bola se aleja de su mano…”.

Si esto no es budismo Zen, dígame usted entonces qué podrá ser.

martes, 8 de diciembre de 2009

Una noche en pelota



Es viernes de quincena y el Magallanes visita al home club Tiburones de La Guaira en el Universitario. “Viernes” y “quincena” son ya de por sí dos palabras altamente explosivas en el imaginario criollo. Pero, si a esto le adicionamos un partido de pelota, el resultado bien puede ser la fantasía delirante de un creativo publicitario en busca de la areté bonchona del venezolano.

Los alrededores del estadio Universitario, en víspera de un partido, puede semejar un extraño campamento beduino: carpas y tiendas de campaña improvisadas, albergan a infatigables miembros de la economía informal haciendo denodados esfuerzos por hacer lucir una camiseta pirata de los Leones del Caracas como un “producto oficial”. Muy cerca de ellos, se encuentran los vendedores de cervezas off Broadway; quienes también se esfuerzan por comercializar un producto que seguramente estará caliente y a sobreprecio. Pero los reyes de la zona (en franca competencia con los policías metropolitanos) son sin duda los revendedores. El revendedor pertenece a una raza inextinguible y lejana. Han sobrevivido a cambios de gobierno, operativos policiales, torrenciales lluvias y a la venta de boletos por internet. Todavía es un secreto guardado bajo siete llaves la manera que tienen de agenciarse localidades de fábula cuando toda la boletería tiene agotada una semana. El revendedor, junto al chief umpire, es uno de los personajes que tienen la verdad en la mano en un juego de pelota.

La antesala del partido
Si por casualidad a usted le da sed antes de acceder al estadio, es recomendable que no intente ingresar al mismo con ningún embase que haya comprado en los alrededores. Esto es bueno saberlo con anterioridad para no tomarse, fondo blanco, el contenido entero de una bebida energizante o medio litro de jugo. De esto se entera uno tarde, cuando ha hecho una fila babilónica y los encargados de seguridad parecen buscar a un equívoco Bin Laden, borracho y disfrazado de magallanero.

Ciertamente un partido en el Universitario no es un concierto de Dudamel, pero contar con sillas numeradas y bellas acomodadoras le da cierto aire aristocrático a un evento donde la segunda preocupación de los peloteros es escupir. Cuando finalmente se logra dar con la silla por la que se ha pagado 40 bolívares fuertes, uno tiene la sensación de que ha alcanzado una proeza. En el largo camino hacia la localidad, uno ha tenido que sortear familias que se han traído el perrito de contrabando, cerveceros con tres gaveras en precario equilibrio sobre la cabeza, grupos de panas alicorados desde la dos de la tarde y una señora gorda que vende tequeñones empuñándolos como una cachiporra policial.

En el partido
Luego de todo lo anterior y si no se atraviesa otro imprevisto, podemos sentarnos y darnos cuenta de que el juego ya está cerrando el primer capítulo, que nuestro equipo hizo dos carreras y el contrario cometió cinco errores. Es hora de celebrar esas dos carreras que jamás vimos y es entonces cuando entra en escena otro de los personajes clave del partido: el cervecero.

Si el revendedor es inextinguible, el cervecero es incombustible. Los cerveceros son los verdaderos amos de la pradera dentro del estadio. Con los años, han desarrollado invaluables estrategias con el único objetivo de engrosar las cuentas y terminar ebrios a costillas de sus clientes. “Mánimal”, cervecero de vieja escuela por los lados de primera, es un virtuoso en estas lides. Su especialidad más celebrada es el “vaso espumoso”: con un movimiento de manos que ya quisiera para sí Mindfreak, coloca el pico de la botella contra el fondo del vaso y, con un giro que todavía no he logrado descifrar, logra que la proporción del vaso sea 70% de espuma y el resto de líquido amarillo. El resto lo irá guardando en un discreto vaso al lado de la gavera que servirá para refrescarse en los entre innings.

En el cuarto episodio las acciones parecen irse por una sola calle. Los Tiburones de La Guaira, esa pasión inútil, son víctima de un inclemente bombardeo por parte de los bucaneros al son de la samba guairista. Es hora de comer y pienso en la constelación de puestos de comida que ofrece el estadio. “Las arepas del Morocho” es mi primera opción pero el puesto parece un centro de acopio de Sarajevo. Miro las otras ofertas: parrilla mexicana, Shawarmas criollizados y unas desacreditas hamburguesas light me animan a regresar luego.

Cuando llego a mi sitio, las hostilidades se han trasladado a la tribuna. Uno de mis acompañantes ha sido víctima del pasatiempo preferido de los fanáticos aburridos: el baño de cerveza. El victimario está dos filas más arriba y mi amigo lo ha pescado infraganti. Luego de quince minutos de mediación y una disculpa por parte del húmedo agresor, volvemos al partido cuyo marcador parece ya el de un partido de basquetbol. Con semejante marcador, pongo en práctica un método clínico anti borrachera que me enseñó el escritor Roberto Echeto: “caminar la pea”.

Algo tambaleante bajo por unas escalinatas que me evocan a las de El Calvario. Recuerdo que no he ido al baño en lo que va de juego y me aventuro hasta uno de los sanitarios ubicados al lado de los túneles. El sitio me hace pensar en kayaks, ponchos impermeables y tapabocas. La cola para los urinarios es un sitio de camaradería y buen humor a pesar del no hábitat reinante. Ya liberado del peso amarillo, salgo de ronda por los puestos de souvenirs. Me enamoro de una bonita gorra “oficial” pero al conocer el precio comienzo a considerar la variada oferta de los comerciantes informales. Una camiseta “autorizada” ronda los precios de un diseño Dolce & Gabanna. Compro un minúsculo pin de un equipo que no es el mío.

Paso por el puesto del Morocho y el olor a carne mechada es sólo una entelequia materializada en cuatro hebras que nadan en un pozo rojizo y aguado. Solamente queda relleno de salpicón de mariscos y unas caraotas negras que auguran malos vientos. Decido comprar una cerveza sin el “pechaje Mánimal” y regresar a mi silla.

El out 27
Ya de regreso, me entero de que el gracioso de dos filas más arriba se encuentra en manos de las autoridades por bautizar a un guardia nacional vestido de civil. Mis acompañantes devoraron tres pizzas hawaianas, dos bolsas de chicharrón picante y se encuentran en medio de una complicada operación aritmética con el profesor Mánimal con el fin de desentrañar nuestra escalofriante cuenta. El final del partido llega como un rumor de fondo que justifica y da escala a nuestra noche fanática.


Fenomenología del fanático
El técnico
Mejor conocido como mánager de tribuna. Es el tipo de fanático que no va al estadio sin antes memorizar los averages, promedios de bateo, fildeo y demás menudencias matemáticas relacionadas con el juego. Su capacidad argumentativa suele ser demoledora, pero después del quinto inning provoca bañarlo de cerveza.

Fashion Franquicia
Se trata de un fanático que ha dejado todas sus utilidades en la tienda de souvenirs de su equipo preferido. La palabra “producto oficial” es su mantra y bandera. Se molesta cuando su equipo usa un uniforme “alternativo” que rompe con la tradición y empava al equipo.

Rumba y Rumba
No sabe que Antonio Armas se retiró hace añales. Piensa que un squeeze play es una marca de helados. Siempre se coloca al lado de la Samba de La Guaira. Cree que la tribuna de la derecha es la mini sede de una discoteca del San Ignacio. Por regla general su novia está buenísima.

Mojador o Mojón
Siempre es un flaquito con cara de malo, sentado cuatro filas detrás de nosotros. Con el brazo que exhibe cada vez que arroja un vaso de cerveza, bien podría ser firmado por los Astros de Houston.

Los novios rivales
Esta categoría está llamada a ser todo un clásico dentro del estadio. Ella por lo general es una magallanera gordita y mandona. No acepta chalequeos y bebe más que el novio. Él usa una camiseta de los Leones comprada en el 94, tiene toda la pinta de llevar palo dentro y fuera del terreno y fuma más que un chino.


La Casamentera
Todas las temporadas compra los abonos que dan justo encima del dogout. La minifalda y los tacones son sus aperos predilectos. Estudia inglés en el CVA con la secreta esperanza de practicarlo en el palco de esposas del Yankee Stadium. Son muy amigas del recogebates del equipo.

Publicado en la revista Todo en domingo, 22 11 09

Texto: Salvador Fleján
Imagen: Garcilaso Pumar