lunes, 18 de enero de 2010

El año que nunca fue siempre

(o vuelta a la patria de un enero sin Cardenales)
por Juan Carlos Méndez Guédez


Rafael Cadenas me habló en una ocasión sobre la dignidad de la derrota; esa especie de sobriedad, de prestancia que otorgaba la reiteración de una victoria posible que nunca llegaba a realizarse. Los fanáticos de Cardenales de Lara conocíamos este sentimiento; lo habíamos convertido en algo sofisticado; lo habíamos asumido como una seña de identidad; como un recurso expresivo.
Debo reconocer que en ese instante aquella rutina tenía más bien el aire de una larga desesperación; ese mes de enero que arrasaba con todo lo que en diciembre fue promesa, esplendor, posibilidad (aunque ya se sabe, sobrevivir es una larga, una infinita paciencia).
Durante muchas temporadas los locutores del circuito del Cardenales repetían: “este sí es el año”, “este sí es el año del Cardenales de Lara”, y uno sabía que no era cierto, que ese año tampoco sería el tiempo del milagro, pero en el fondo estaba bien esa fatalidad: que ganaran los otros, que celebraran los otros, porque sus victorias se consumían en su opaca realidad, y en cambio cada año era todos los años el año, el momento de ese campeonato que se extendía como un deseo nunca cumplido. Ganábamos siempre de tanto saber que perderíamos; y en el fondo lo hacíamos para ser un equipo mítico.
Nadie se extrañe por esta afirmación. A mí me quedaba muy clara al leer a Pavese: “la hazaña del héroe mítico ...alcanza un valor absoluto de norma inmóvil, que precisamente por inmóvil se revela perennemente interpretable, ex novo, polivalente, simbólica en suma... Genuinamente mítico es un acontecimiento que al igual que fuera del tiempo se realiza fuera del espacio”. Cardenales de Lara jugaba más allá del tiempo y del espacio, en una liga aparte, en una liga suya, propia, en la que no existía esa interrupción de la esperanza que es la victoria.
Pero confieso la euforia feroz, el frenesí, el exceso con el que viví ese momento de enero de 1991 cuando decidimos ingresar al tiempo real y nos vulgarizamos con la vibrante conquista de un campeonato. Luego vinieron otros títulos: intensos pues me llegaron por noticias telefónicas y debía celebrarlos a solas, en algún bareto donde nadie sabía lo que es el béisbol, ni lo que significaban los jonrones de Robert Pérez o las jugadas de Luis Sojo. Lugares donde yo cerraba los ojos para escuchar el sonido poderoso de un batazo que hace llorar de felicidad una pelota.
Sólo que ahora, al mirar la tabla de posiciones de este año 2009, al ver que al igual que en los peores años setenta, ni siquiera habrá un enero para nosotros, comprendo que el tiempo mítico ha regresado. El play off será de otros, será el asunto lejano de quienes ganan y pierden. Porque Cardenales ha regresado a mi infancia; me ha regresado a la infancia. Allí estoy otra vez, escuchando un radiecito en Los Jardines del Valle, furioso, escuchando que acaban de ponchar a Nelson García, que Orlando González acaba de batear para doble play, así que cuando lleguen las uvas del tiempo ya estaremos eliminados.
Pero no importa, porque el año próximo podré decir: “éste sí es el año; este sí es el año del Cardenales de Lara”.
Así que volveré a leer a Pavese. Quizás allí logre adivinar cuándo regresará ese momento absurdo, repetido y deleznable, de los jugadores saltando en medio del campo, de los gritos en el Antonio Herrera, de la familia que festeja. Y así de nuevo regresaré a los bares donde hace mucho frío y donde nadie sabrá qué celebro, que risa invisible, íntima, me acompaña, como la alegría de un batazo inmenso, lejano, inatrapable.

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