viernes, 26 de febrero de 2010

Una final feliz


Por Garcilaso Pumar

"¿...y dónde están?/ ¿...y dónde están/ los jonroncitos de Pablito Sandoval?"
Willy McKey


Después de los dos primeros juegos de la final Caracas-Magallanes en Valencia, todo parecía terminar. Una paliza horrorosa —con arepas incluidas—, un juego medio batallado que al final se abrió claramente a favor de los turcos... el fantasma de la serie particular y lo bien que le había ido al Magallanes en el universitario durante todo el 2010 parecían dejar a los Leones fuera de la competencia.

Ya en el Universitario, el tercer juego devino sin mucha espectacularidad en el campo. El juego estuvo empatado por largo rato, luego de que los del patio lograran igualar las tres carreras que mantenían arriba a los visitantes desde la alta del segundo inin. Hicieron una en el segundo... otra en el tercero... una más en el cuarto. Desde entonces, la atención de la tribuna se volcó hacia un grupo de protestantes con su pancarta del —ya clásico— “¡1, 2, 3! ¡Ch... tas’ ponchao!”.

Diría Freud: el principio de realidad se impuso al principio de placer, por lo menos durante dos inins... si el juego siguió, siguió allá abajo. Allí, en las tribunas, todos estábamos avocados en aclararle a la policía que si se decidía —como amenazaba— a ponerle un dedo encima a alguien, se las verían con por lo menos cinco mil almas furibundas. Afortunadamente, aunque los pacos son brutos, saben contar: protestamos y gritamos hasta que recordamos que era el tercer juego de la final y, sólo entonces, regresamos al placer. Y así, en la segunda mitad del séptimo, llegaron las dos carreras que pusieron arriba al Caracas con las cifras definitivas del juego: ganamos 5 a 2.

Si al tercer juego la espectacularidad le fue ajena, el cuarto fue todo él un solo espectáculo. Para mí, en lo particular, un hecho lo hizo todavía más emocionante: el único enemigo que mantengo (un pobre diablo, ladrón, estafador, farsante y –sin que eso tenga que ver con lo anterior- magallanero) estaba también en el estadio, muy cerca de mi palco. Lo descubrí cuando regresaba del baño, durante la parte alta del cuarto inin, cuando ya perdíamos por cinco carreras... así que aproveché de sacudirme un poco la rabia clavándole mi mejor mirada de camorrero de colegio, con conciencia de que ya me había visto y de que es demasiado cobarde para atreverse siquiera a un cruce de miradas.

De regreso al juego: Caracas hizo dos carreras al final del cuarto para mantener las esperanzas vivas... pero Magallanes volvió a hacer crecer mi desesperanza, frustración y furia al inicio del quinto anotando las dos que habíamos descontado. La derrota empezó a parecerme inminente. Sin embargo, mis Gloriosos hicieron una en el quinto, otra en el séptimo y dos más en el octavo, una suma que parecía insuficiente cuando a Gregor Blanco le tocó batear contra un intraficable Francisco “El Kid” Rodríguez, que ya sumaba dos aos.

Pese a que el cartón del cervecero garantizaba que ya me había tomado demasiadas espumantes, aquel turno lo recuerdo con una claridad de manantial: Blanco dejó pasar un picheo alto que el umpirer principal, Jorge Terán, sentenció acertadamente como bola. "Ganas de prolongar la agonía", pensé. Pero luego, en el segundo picheo, Gregor logró conectar con fuerza la pelota hacia su banda: ¡Carajo! El mundo pareció detenerse un instante y la resaca de todo lo sufrido se volvió alegría caraquista cuando vimos caer la pelota a mitad de las gradas. ¡El juego se había empatado! Una merecida seña a la cueva magallinera suscitó que se iniciara una pelea en la que, con Jesús Guzmán a la cabeza, les cantamos a los turcos las catorce. Un rato duró la cosa. En las tribunas, los parciales de los Leones nos sumábamos a los nuestros con insultos y arengas.... pensé entonces en el pobre diablo, vencido por el terror que debió de sentir al pensar que yo aprovecharía la coyuntura... ganas no me faltaron, pero una frase de Maquiavelo acudió oportuna a mi memoria: la guerra no se evita sino que se difiere.

Después de un buen número de expulsiones, en la que los eléctricos –un alias poco viril en nuestra pelota, por cierto- sacaron la peor parte, el Kid salió del inin sin más daño.

Juego nuevo en el décimo. Vino Juan Carlos Gutiérrez y solo permitió un inocuo jit. Al cierre de ese ininng, el temor magallanero (tanto en la tribuna como en el campo) era tan espeso que se podía tocar.

Un jit de José Castillo aumentó la tembladera... luego, un fallido toque de Kroeger no pudo moverlo a segunda, pero la pesadilla llegó quieto a primera y, consciente de su falla sumada a una maestría pasmosa, se robó la segunda base y eso propició un boleto intencional a José Celestino López. Así, con hombres en primera y en segunda y un solo ao, le tocó a Jackson Melián (quien había entrado por el expulsado Guzmán quien, dicho sea de paso, estaba en un slump enorme) enfrentar a Yoel Hernández y hacer suyo el turno más importante de la serie.

Melián dejó pasar dos pelotas que cayeron en la zona de strike, hasta que le tiraron una que verdaderamente era la suya: la línea cayó en el cuarto o quinto escalón de las gradas del jardín izquierdo y el Magallanes quedó en el terreno. Además de la celebración, la cerveza, los abrazos y la esperanza que nacía, confieso que me sentí vengado: ese pobre diablo recibió por parte de mi equipo la pela que, además de lo que me robó, todavía me adeuda.

Al día siguiente, en el que creo fue uno de los juegos más aburridos al que haya asistido en mi fanática vida, el Magallanes nos blanqueó 3 a 0. La verdad es que tanto los fanáticos como los peloteros no superábamos aún el duelo que nos produjo la partida obligada de José Castillo al Japón. Elaborado el duelo, a pesar de estar abajo en la serie, la convicción de que sí podíamos embargaba al caraquismo. En efecto, después de un día de descanso y de regreso en Valencia, Gustavo Chacín, convertido en as de la rotación capitalina, tuvo la mejor apertura de su carrera en Venezuela: 7 innigns completos sin permitir carrera alguna. El Caracas ganó sin esfuerzo. El barco turco comenzaba a hacer aguas.

Fue en esas últimas treinta horas de la final cuando se hizo evidente la transformación de los manageres contendores: Carlos García (manager del año) devino en una suerte de inepto Ministro del Poder Popular para el Magallanes. Su contraparte, Dave Hudgens, se afianzó en su liderazgo y en el conocimiento de su equipo. Después del triunfo de Chacín, un irracionalmente desesperado Magallanes empezó con las más rocambolescas acciones: Carlos Guillén, quien no jugaba desde finales de septiembre, apareció uniformado y en róster; luego, todo el numerito con Pablo Sandoval —de quien sabíamos que durante la noche anterior había estado en un partido de hockey en el área de la bahía de San Francisco, California—, llegando en un helicóptero del CICPC, más al estilo del súper agente 86 que de Kung-Fu Panda.

Las palabras de Hudgens fueron premonitorias: "me tiene sin cuidado quien venga a jugar: nosotros saldremos a hacer lo que tenemos que hacer". Es decir, ganarles el séptimo juego 7 carreras por 2. Esto no impidió que el halo (o la pava) chavista, que acompañó al Magallanes durante las referidas últimas treinta horas, tuviera su clímax: cuando el Caracas venía a cerrar el noveno ya ganando por 5 carreras, sospechosamente (y sin que tengamos alguna explicación al respecto), se fue la luz por unos quince minutos. De nada les sirvió: los Gloriosos Leones del Caracas quedaron Campeones de la temporada 2009-2010.

El máximo líder comparó a los Leones con la oposición venezolana. Su palabra vaya adelante.

jueves, 21 de enero de 2010

Caracas-Magallanes o la dialéctica de una rivalidad


José Rafael Herrera

Todo antagonismo tiene una lógica. La rivalidad histórica y cultural que ha sustentado y sustenta la confrontación beisbolística de cada encuentro sostenido por los Leones del Caracas y los Navegantes del Magallanes trasciende, entre nosotros, el simple espectáculo entre franquicias de un determinado marketing. En otros términos, un Caracas-Magallanes no es, en consecuencia, ni un ‘Wendy’s-McDonald’s” ni un ‘Coca-Cola-Pepsi-Cola’. Pero, francamente, tampoco es un ‘Cardenales-Águilas’ ni un ‘Bravos-Caribes’. Y ni siquiera es un ‘Magallanes-Tiburones’ o un ‘Caracas-Tigres’. Porque en un Caracas-Magallanes se hayan presentes todas las premisas necesarias que justifican la lógica de la oposición dialéctica, en sentido estricto.

Un encuentro Caracas-Magallanes es, en consecuencia y de suyo, un enfrentamiento –que no por ello deja de ser lúdico y alegre– que nos toca hondo, porque, en medio de la tensión, nos hace tomar conciencia de lo que somos, de la fibra de la que estamos hechos, a través del beisbol. Y, en tal sentido, es una representación virtual de la resolución de nuestros conflictos por la vía de la civilidad y de la tolerancia en el terreno de juego.

Asistimos, pues, a una nueva edición de esta emocionante confrontación de términos opuestos, de esta o-posición de dos posiciones –para nosotros– clásicamente antagónicas: y se trata, precisamente, de dos términos opuestos, cada uno de los cuales es porque el otro término es. Si uno de ellos no es el otro deja de ser lo que es. Podrá ser cualquier otra cosa, otro equipo, tal vez, pero no será más ni Caracas ni Magallanes.

Desde el punto de vista lógico-conceptual, cada uno de los juegos de esta final Caracas-Magallanes será una nueva –otra– demostración de la presencia efectiva de la oposición y, por lo tanto, de la necesidad de su reconocimiento recíproco, de la interdependencia de ambos y, a fin de cuentas, de su Versöhnung, es decir, de su reconciliación, en el entendido de que el próximo Campeón del beisbol criollo superará su condición de representación particular (ya no será más ni Caracas ni Magallanes) para convertirse en el representante oficial de la Selección de beisbol de Venezuela ante la Serie del Caribe.

Claro que toda argumentación lógica tiene sus consecuencias: nos guste o no nos guste. Si aceptamos las premisas tendremos necesariamente que aceptar las conclusiones. Así, pues, si se dice que no hay ni Caracas sin Magallanes ni Magallanes sin Caracas, es porque para que uno de ellos exista tiene que existir indefectiblemente el otro, tal y como se dice que para que exista el padre debe existir el hijo, o para que exista el sujeto debe existir el objeto o para que exista la derecha debe existir la izquierda, etc. Porque, así como no es posible que haya un hijo que no sea hijo de un padre o que no haya un padre que no sea padre de un hijo, de igual modo cabe señalar que no hay un magallanero que no sea el resultado de la existencia de un caraquista y viceversa. La existencia del uno está determinada por la existencia del otro. Lo que hace posible la existencia del uno es la determinación que sobre él mantiene el otro.

Esta relación de conflicto y, a la vez, de reconocimiento constantes nos identifica no sólo como los ‘eternos rivales’ que somos, sino como pueblo, como Nación. Por eso mismo, el beisbol es más que un deporte: el beisbol es como la vida misma. Todo lo cual debería servir de lección a cierta oposición y a cierto oficialismo políticos, que no logran comprender esta doble exigencia lógica de la dialéctica: la unidad de la diversidad y la diversidad de la unidad.

No sin tolerancia, y al final, cada uno de nosotros –Navegantes o Leones– podrá reconocer que el adversario no es sólo el adversario, sino que es nuestro sí mismo, nuestro “otro del otro”. Que, a fin de cuentas, somos la misma carne y la misma sangre, aún en pleno conflicto. Aun en el terreno de juego.

lunes, 18 de enero de 2010

El año que nunca fue siempre

(o vuelta a la patria de un enero sin Cardenales)
por Juan Carlos Méndez Guédez


Rafael Cadenas me habló en una ocasión sobre la dignidad de la derrota; esa especie de sobriedad, de prestancia que otorgaba la reiteración de una victoria posible que nunca llegaba a realizarse. Los fanáticos de Cardenales de Lara conocíamos este sentimiento; lo habíamos convertido en algo sofisticado; lo habíamos asumido como una seña de identidad; como un recurso expresivo.
Debo reconocer que en ese instante aquella rutina tenía más bien el aire de una larga desesperación; ese mes de enero que arrasaba con todo lo que en diciembre fue promesa, esplendor, posibilidad (aunque ya se sabe, sobrevivir es una larga, una infinita paciencia).
Durante muchas temporadas los locutores del circuito del Cardenales repetían: “este sí es el año”, “este sí es el año del Cardenales de Lara”, y uno sabía que no era cierto, que ese año tampoco sería el tiempo del milagro, pero en el fondo estaba bien esa fatalidad: que ganaran los otros, que celebraran los otros, porque sus victorias se consumían en su opaca realidad, y en cambio cada año era todos los años el año, el momento de ese campeonato que se extendía como un deseo nunca cumplido. Ganábamos siempre de tanto saber que perderíamos; y en el fondo lo hacíamos para ser un equipo mítico.
Nadie se extrañe por esta afirmación. A mí me quedaba muy clara al leer a Pavese: “la hazaña del héroe mítico ...alcanza un valor absoluto de norma inmóvil, que precisamente por inmóvil se revela perennemente interpretable, ex novo, polivalente, simbólica en suma... Genuinamente mítico es un acontecimiento que al igual que fuera del tiempo se realiza fuera del espacio”. Cardenales de Lara jugaba más allá del tiempo y del espacio, en una liga aparte, en una liga suya, propia, en la que no existía esa interrupción de la esperanza que es la victoria.
Pero confieso la euforia feroz, el frenesí, el exceso con el que viví ese momento de enero de 1991 cuando decidimos ingresar al tiempo real y nos vulgarizamos con la vibrante conquista de un campeonato. Luego vinieron otros títulos: intensos pues me llegaron por noticias telefónicas y debía celebrarlos a solas, en algún bareto donde nadie sabía lo que es el béisbol, ni lo que significaban los jonrones de Robert Pérez o las jugadas de Luis Sojo. Lugares donde yo cerraba los ojos para escuchar el sonido poderoso de un batazo que hace llorar de felicidad una pelota.
Sólo que ahora, al mirar la tabla de posiciones de este año 2009, al ver que al igual que en los peores años setenta, ni siquiera habrá un enero para nosotros, comprendo que el tiempo mítico ha regresado. El play off será de otros, será el asunto lejano de quienes ganan y pierden. Porque Cardenales ha regresado a mi infancia; me ha regresado a la infancia. Allí estoy otra vez, escuchando un radiecito en Los Jardines del Valle, furioso, escuchando que acaban de ponchar a Nelson García, que Orlando González acaba de batear para doble play, así que cuando lleguen las uvas del tiempo ya estaremos eliminados.
Pero no importa, porque el año próximo podré decir: “éste sí es el año; este sí es el año del Cardenales de Lara”.
Así que volveré a leer a Pavese. Quizás allí logre adivinar cuándo regresará ese momento absurdo, repetido y deleznable, de los jugadores saltando en medio del campo, de los gritos en el Antonio Herrera, de la familia que festeja. Y así de nuevo regresaré a los bares donde hace mucho frío y donde nadie sabrá qué celebro, que risa invisible, íntima, me acompaña, como la alegría de un batazo inmenso, lejano, inatrapable.